Transformar a la persona
Uno de los grandes problemas nacionales que afrontamos, justamente, es la falta de cualificaciones de millones y millones de mexicanos: gente sin preparación alguna para poderse integrar a un proceso productivo
Un país no es otra cosa que la realidad de su gente. Algunos economistas le llaman “capital humano” al conjunto de personas que componen una sociedad y a partir de su número, sus niveles educativos y su productividad individual determinan, entre otras cosas, el crecimiento potencial del mercado o el futuro bienestar de toda una nación. El término se ha universalizado en los ámbitos empresariales y en la propia Administración pública. En estos espacios, sin embargo, se refiere sobre todo a la formación de cada individuo y, a partir de ahí, a sus posibles contribuciones a los diferentes proyectos emprendidos por corporaciones o los mismos Gobiernos.
Uno de los grandes problemas nacionales que afrontamos, justamente, es la falta de cualificaciones de millones y millones de mexicanos: gente sin preparación alguna para poderse integrar a un proceso productivo. Estamos hablando de seres reales cuyos destinos han sido lapidariamente determinados por una total ausencia de oportunidades en sus vidas y que, ya en los hechos, no pueden casi aspirar a otro beneficio que no sea el que se deriva de las políticas asistenciales del Estado.
El asunto es morrocotudo bajo cualquier punto de vista: esa gente ya está ahí y cualquier posible transformación de sus terribles condiciones cotidianas necesitaría de una directa intervención de terceros siendo que, en la práctica, nuestras sociedades no pueden promover infinita e indefinidamente el asistencialismo: primeramente, por mera falta de recursos; en segundo lugar, por no contar tampoco con los instrumentos para brindar una ayuda eficaz en cada caso; y, finalmente, porque el modelo de libre mercado no se sustenta en la ayuda a los individuos desfavorecidos sino en la productividad de los más capaces y los más competitivos.
La inherente crueldad de este sistema —ahí está el hecho, verdaderamente monstruoso, de que millones de seres humanos siguen sufriendo hambrunas y descomunales carencias mientras que los Estados nacionales gastan sumas desorbitantes en armamentos para matar— no ha cambiado sustancialmente esta realidad aunque, paralelamente, la miseria en el mundo se ha reducido drásticamente. Tal vez el proceso civilizatorio se acelerará al tener los ciudadanos comunes una creciente conciencia de las cosas —el saber se trasforma indefectiblemente en el exigir y precisamente por ello es tan socorrida la especie, en estos pagos, de que al pueblo se le tiene deliberadamente sumido en la ignorancia para que no reclame los derechos verdaderos que merece (se contentaría, hasta ahora, con las dádivas otorgadas como favores personales por los politicastros de turno y a cambio, encima, de votar en consecuencia el día de las elecciones)— y llegará entonces, esperemos que muy pronto, el día en que lo que hoy nos parece aceptable nos resultará absolutamente inadmisible.
En espera de ese momento de inflexión, seguimos como estamos y en el caso de México esto quiere decir que una parte importante de la población vive en la pobreza. Es decir: no consume, casi no produce, no paga impuestos y sobrevive en una despiadada inmediatez, o sea, todos sus esfuerzos se dirigen a resolver las cuestiones más apremiantes y básicas de la existencia humana sin lugar alguno para disfrutar otras experiencias.
Quien habla de la “sociedad del entretenimiento” o de la “variedad de servicios” o de la “oferta de productos” que ofrece el mercado de consumo no se dirige a estas personas. Viven ellas realmente en otro universo y ocupan otros espacios; el lenguaje de los publicistas las ignora por completo y no figuran en el mapa de ningún vendedor excepto aquellos que trafican con cargos públicos y que necesitan, pues sí, de sus votos para agenciarse luego la prerrogativa de lucrar sin freno.
La gran cuestión, a estas alturas, es cómo resolver tamaño problema. En uno de los casos más extremos, el sujeto que limpia parabrisas en las esquinas es un beneficiario indirecto de los compradores de coches. No es en lo absoluto un buen trabajo; es simplemente lo que hay en determinadas circunstancias pero exhibe un modelo de transferencias, así de poco ejemplar como pueda ser. Un ejemplo más edificante, por decirlo de alguna manera, sería el del universitario de excelencia que logra un alto puesto ejecutivo precisamente en la corporación automotriz que fabrica los autos que conducen quienes sueltan unas monedas al anterior individuo. Ambos, en las condiciones más opuestas, sacan provecho de un proceso productivo. La diferencia está en la formación de cada uno de ellos. O sea, en su pasado, en sus orígenes, en su historia personal y en el hecho, azaroso por naturaleza, de haber nacido en cierto lugar y no en otro.
Pues bien, llegado el momento de implementar políticas públicas para subir los niveles de bienestar de una población, ¿qué haces para mejorarle su vida de todos los días al muchacho que enjabona los parabrisas? ¿Por dónde empiezas? ¿Cómo cambias su perfil? Es decir, ¿cómo lo transformas? Porque, miren ustedes, se trata de eso, de transformar a las personas, y no de otra cosa.
“Muchos viven en pobreza, no consumen, no pagan impuestos y van con la inmediatez”