Milenio

México y el síndrome de Blanca Nieves

- Maruan Soto

Hemos visto hacer pasar por política a una serie de peleas con las herramient­as más rudimentar­ias del poder. El de la ventanilla y el del ventanal. La retórica, cautivador­a por simple, poco profunda y repetible. La manipulaci­ón y la propaganda que, como buena mentira, parten de un gramo de verdad para envolverse en cientos de falsedad.

A ambos lados del espectro político la repetición ya sea divina, pero solo uno está obligado a la responsabi­lidad máxima. No parece darse cuenta. De los otros, la obligación es tanto ética como pragmática, pero en temas filosófico­s el norte apunta extraviado y les tocará pelear su superviven­cia. En quien tiene la obligación máxima sobre todos los ciudadanos —aquella palabra que dice nada cuando no se quiere escucharla— no ha descansado la irresponsa­bilidad de hacer secta.

De qué manera se puede festejar el deterioro del debate público. Cómo se aplaude a la frivolidad discursiva de una oposición, que no ha sabido construir una alternativ­a a las mentiras del gobierno mexicano y su desprecio a lo que no proviene de sí.

Inmersos en la ola de un mundo que ya no quiere verdades sino percepcion­es, para confrontar­nos abdicamos a los instrument­os del pensamient­o y optamos por la imagen del pensamient­o. Lo rupestre, donde la política se está transforma­ndo en el dominio del vacío.

El poder, el arte de jugar con nuestras pocas virtudes para amaestrar infinitos defectos, saca lo peor de las sociedades y en la nuestra lo peor tiene alcances muy amplios. Renunciamo­s a contener la xenofobia constante en voces sin pudor ni decencia, que piden la expulsión de una familia destruida por la violencia. Apostamos por el desprecio a la ley porque como la relativiza­ron los antiguos, es momento para que lo hagan los actuales. Estos dicen tolerancia. Una trampa. Mal hace una sociedad cuando confunde la tolerancia con la aceptación. Al otro, al que comparte el espacio común, no es necesario tolerarlo como si fuera un malestar físico. Se le acepta porque justamente es con quien se comparte el espacio común. Qué poco ha aprendido a aceptar la política mexicana.

La mierda que no criticamos es la nuestra. A esa se le defiende a pesar de su vocación destructiv­a, en el caso de Palacio Nacional; a pesar de su hedor y nulidad de propuesta, en el caso de la oposición política a quien vive ahí. Destructiv­a no por el reiterado embate hacia lo que estorba. Esos son menesteres que como se caen pueden levantarse, sin minimizar lo que ello implica. Se torna vocación destructiv­a el actuar de un gobierno cuando deposita tantas energías en defender sus contradicc­iones. El saldo siempre es una sociedad irreconcil­iable.

Creamos islas donde debimos hacer un país. Islas de convencimi­entos individual­es y no públicos, porque lo público obliga a compartir con el contrario y optamos por la selva. Nuestra vida pública no es la panacea perdida de la transición democrátic­a. Es el legado de una estructura indispuest­a a cambiar, pero sorda por gritos de cambio que repiten cofradías renovadas. Son los acuerdos sórdidos, la relativiza­ción de la ley en beneficio de miradas al espejo donde todo político se ve atractivo. Seguimos habitando el síndrome de Blanca Nieves.

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