México y el síndrome de Blanca Nieves
Hemos visto hacer pasar por política a una serie de peleas con las herramientas más rudimentarias del poder. El de la ventanilla y el del ventanal. La retórica, cautivadora por simple, poco profunda y repetible. La manipulación y la propaganda que, como buena mentira, parten de un gramo de verdad para envolverse en cientos de falsedad.
A ambos lados del espectro político la repetición ya sea divina, pero solo uno está obligado a la responsabilidad máxima. No parece darse cuenta. De los otros, la obligación es tanto ética como pragmática, pero en temas filosóficos el norte apunta extraviado y les tocará pelear su supervivencia. En quien tiene la obligación máxima sobre todos los ciudadanos —aquella palabra que dice nada cuando no se quiere escucharla— no ha descansado la irresponsabilidad de hacer secta.
De qué manera se puede festejar el deterioro del debate público. Cómo se aplaude a la frivolidad discursiva de una oposición, que no ha sabido construir una alternativa a las mentiras del gobierno mexicano y su desprecio a lo que no proviene de sí.
Inmersos en la ola de un mundo que ya no quiere verdades sino percepciones, para confrontarnos abdicamos a los instrumentos del pensamiento y optamos por la imagen del pensamiento. Lo rupestre, donde la política se está transformando en el dominio del vacío.
El poder, el arte de jugar con nuestras pocas virtudes para amaestrar infinitos defectos, saca lo peor de las sociedades y en la nuestra lo peor tiene alcances muy amplios. Renunciamos a contener la xenofobia constante en voces sin pudor ni decencia, que piden la expulsión de una familia destruida por la violencia. Apostamos por el desprecio a la ley porque como la relativizaron los antiguos, es momento para que lo hagan los actuales. Estos dicen tolerancia. Una trampa. Mal hace una sociedad cuando confunde la tolerancia con la aceptación. Al otro, al que comparte el espacio común, no es necesario tolerarlo como si fuera un malestar físico. Se le acepta porque justamente es con quien se comparte el espacio común. Qué poco ha aprendido a aceptar la política mexicana.
La mierda que no criticamos es la nuestra. A esa se le defiende a pesar de su vocación destructiva, en el caso de Palacio Nacional; a pesar de su hedor y nulidad de propuesta, en el caso de la oposición política a quien vive ahí. Destructiva no por el reiterado embate hacia lo que estorba. Esos son menesteres que como se caen pueden levantarse, sin minimizar lo que ello implica. Se torna vocación destructiva el actuar de un gobierno cuando deposita tantas energías en defender sus contradicciones. El saldo siempre es una sociedad irreconciliable.
Creamos islas donde debimos hacer un país. Islas de convencimientos individuales y no públicos, porque lo público obliga a compartir con el contrario y optamos por la selva. Nuestra vida pública no es la panacea perdida de la transición democrática. Es el legado de una estructura indispuesta a cambiar, pero sorda por gritos de cambio que repiten cofradías renovadas. Son los acuerdos sórdidos, la relativización de la ley en beneficio de miradas al espejo donde todo político se ve atractivo. Seguimos habitando el síndrome de Blanca Nieves.