La lectora hipocondriaca
Un día lees los síntomas de una enfermedad y los empiezas a sentir todos: dolores, escalofríos, debilidades y entrechocar de dientes. Al rato ya tienes botulismo, tétanos, o cualquier cosa aterradora, y estás a punto de derrumbarte en la cama y suplicar que te lleven al hospital, cuando no has hecho nada más que leer. Leer, por ejemplo, el prospecto de una medicina, con esa lista siniestra de efectos secundarios, los síncopes, ataques y desmayos siempre posibles; esas pastillas de color rosa que te recetó el médico y se veían tan inocuas, tan inocentes, pueden provocar cosas terribles si llegas a formar parte de aquel pequeñísimo y desdichado porcentaje de probabilidades. Leer sobre el cuerpo y que la letra enferme al cuerpo, eso es lo más curioso. Pero es que la sugestión de la letra es poderosa. Tanto, que algunos médicos te dicen, sencillamente, que no leas. Y así, fuera de contexto, el consejo suena incluso antiguo. Como si dijera: te va a invadir el demonio de la duda y penetrará por tus ojos como un virus o algo peor, un espíritu, viscoso quizá, que te pondrá más grave aun. Y también, pienso, porque al dudar los llamas por teléfono a deshoras y los acribillas a preguntas probables, lecturas paranoicas —¿o no?— de la enfermedad que ya diagnosticaron y sus remedios.
Me gusta contar el día en que mi madre y yo, postradas en cama por una intoxicación con un queso, llegamos a delirar de hipocondria, pues mamá leyó una noticia sobre un caso de meningitis equina en una colonia cercana. Fue la lectura la que empeoró las cosas, de por sí complicadas: una gacetilla en el Esto, perdida junto a las noticias de deportes y espectáculos; ¿la meningitis vendría con los resultados del Hipódromo? En todo caso, nunca pregunté si el enfermo había sido hombre o caballo, pero la hipocondria por lectura operó su cataclismo y empeoró de manera notable nuestra condición, que se volvió galopante, literalmente.
Hay escritores tan precisos en sus descripciones de síntomas y padecimientos que podrían afectar a gravedad a sus hipocondriacos lectores. ¿No habrá quien se sugestione con la epilepsia de Raskolnikov, los silbidos pulmonares de la tuberculosis de Hans Karstop —esa que, al principio de La montaña mágica, padece su amigo, no él—, las migrañas de la madre en Expiación de Ian McEwan, con sus tormentos en medio de la oscuridad tan bien descritos, o la sífilis de Oswald, el personaje de los Espectros de Ibsen? Lo que sí puedo decir es que más de una lectora hipocondriaca muere un poco con el alma envenenada, tras leer los efectos del arsénico en la pobre Emma —su pobre Bovary, que, decía Flaubert, “sufre y llora en veinte pueblos de Francia al mismo tiempo, a la misma hora”, efectos que el gran novelista describió con sadismo y precisión clínica.
Así que no lean los hipocondriacos; los proctólogos afirman que hacerlo en el excusado es muy malo. Y menos aún leer sobre gente saludable y feliz, algo que, si se descuidan, los matará de aburrimiento.
La sugestión de la letra es poderosa. Tanto, que algunos médicos te dicen que no leas