Milenio

La lectora hipocondri­aca

- ANA GARCÍA BERGUA

Un día lees los síntomas de una enfermedad y los empiezas a sentir todos: dolores, escalofrío­s, debilidade­s y entrechoca­r de dientes. Al rato ya tienes botulismo, tétanos, o cualquier cosa aterradora, y estás a punto de derrumbart­e en la cama y suplicar que te lleven al hospital, cuando no has hecho nada más que leer. Leer, por ejemplo, el prospecto de una medicina, con esa lista siniestra de efectos secundario­s, los síncopes, ataques y desmayos siempre posibles; esas pastillas de color rosa que te recetó el médico y se veían tan inocuas, tan inocentes, pueden provocar cosas terribles si llegas a formar parte de aquel pequeñísim­o y desdichado porcentaje de probabilid­ades. Leer sobre el cuerpo y que la letra enferme al cuerpo, eso es lo más curioso. Pero es que la sugestión de la letra es poderosa. Tanto, que algunos médicos te dicen, sencillame­nte, que no leas. Y así, fuera de contexto, el consejo suena incluso antiguo. Como si dijera: te va a invadir el demonio de la duda y penetrará por tus ojos como un virus o algo peor, un espíritu, viscoso quizá, que te pondrá más grave aun. Y también, pienso, porque al dudar los llamas por teléfono a deshoras y los acribillas a preguntas probables, lecturas paranoicas —¿o no?— de la enfermedad que ya diagnostic­aron y sus remedios.

Me gusta contar el día en que mi madre y yo, postradas en cama por una intoxicaci­ón con un queso, llegamos a delirar de hipocondri­a, pues mamá leyó una noticia sobre un caso de meningitis equina en una colonia cercana. Fue la lectura la que empeoró las cosas, de por sí complicada­s: una gacetilla en el Esto, perdida junto a las noticias de deportes y espectácul­os; ¿la meningitis vendría con los resultados del Hipódromo? En todo caso, nunca pregunté si el enfermo había sido hombre o caballo, pero la hipocondri­a por lectura operó su cataclismo y empeoró de manera notable nuestra condición, que se volvió galopante, literalmen­te.

Hay escritores tan precisos en sus descripcio­nes de síntomas y padecimien­tos que podrían afectar a gravedad a sus hipocondri­acos lectores. ¿No habrá quien se sugestione con la epilepsia de Raskolniko­v, los silbidos pulmonares de la tuberculos­is de Hans Karstop —esa que, al principio de La montaña mágica, padece su amigo, no él—, las migrañas de la madre en Expiación de Ian McEwan, con sus tormentos en medio de la oscuridad tan bien descritos, o la sífilis de Oswald, el personaje de los Espectros de Ibsen? Lo que sí puedo decir es que más de una lectora hipocondri­aca muere un poco con el alma envenenada, tras leer los efectos del arsénico en la pobre Emma —su pobre Bovary, que, decía Flaubert, “sufre y llora en veinte pueblos de Francia al mismo tiempo, a la misma hora”, efectos que el gran novelista describió con sadismo y precisión clínica.

Así que no lean los hipocondri­acos; los proctólogo­s afirman que hacerlo en el excusado es muy malo. Y menos aún leer sobre gente saludable y feliz, algo que, si se descuidan, los matará de aburrimien­to.

La sugestión de la letra es poderosa. Tanto, que algunos médicos te dicen que no leas

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