Milenio

La memoria posible de la felicidad

- JULIETA LOMELÍ @julietabal­ver FOTOGRAFÍA TELLER REPORT

La resilienci­a es mucho más que dejar de ser infeliz: es desmenuzar cada pieza del pasado

Me permito una confesión personal. En 2009, ayudé a un amigo, un filósofo italiano, afinando mínimos detalles de estilo a un prólogo que él había escrito en español para uno de los libros más vendidos de un filósofo alemán. El libro era del pesimista Arthur Schopenhau­er,quellegada­suvejez—comoamucho­s hombres y mujeres les sucede—, al mirar que su reloj de arena estaba por desprender los últimos granos de vitalidad, le dio la vuelta a su actitud pesimista, ya que no podría darle la vuelta tan fácil al reloj interior.

El filósofo alemán empeñó algunos años de su madurez en pensar ¿cómo se podía ser menos infeliz? No es casualidad que explícitam­ente no hubiera pensado mejor ¿cómo ser feliz? Eso arruinaría su amargo sistema para explicar que la naturaleza, el origen, el fundamento del mundo, es una insatisfec­ha e irracional Voluntad, que, individual­izada en cada ser humano, lo vuelve el títere enganchado a las cuerdas del deseo y el dolor. Oscilando entre necesidad y encontrar eso que podría llenarla, no deja de sentir siempre un tormentoso vacío. Así toda la vida, piensa Schopenhau­er, es como un agujero sin fondo, al que le puedes echar muchas cosas: amor, dinero, viajes, sexo, lujos, etcétera, pero eso no implica que no volverás al estado primigenio de la voluntad que nos constituye: la insatisfac­ción.

Por eso Schopenhau­er no escribió sugerencia­s existencia­les para ser feliz, sino, respetando la lógica de esa teoría edificada con pesados argumentos de pesimismo, se dedicó a idear consejos para ser menos infelices. Ya que la infelicida­d, al menos en Schopenhau­er, es la regla de la vida, quizá lo más congruente fue publicar fragmentos, o aforismos de alto contenido filosófico, para enseñar a un amplio público cómo podemos aprender a ser menos infelices: un arte de vivir al mero estilo resiliente.

Vuelvo a mi confesión personal: mi querido amigo y filósofo italiano editó los fragmentos del acre filósofo alemán en varios idiomas. Yo, una estudiante, su aprendiz eterna, tenía 20 años. Leía entonces esas páginas que antecedían y explicaban el origen de los aforismos “optimistas” del amargo Schopenhau­er. Franco Volpi, mi amigo, tituló al prólogo como “Un manual para la vida”, y cada apartado que escribió estaba seguido de fabulosos subtítulos como “La filosofía práctica y sus fuentes bibliotera­péuticas”, “¿Pesimismo o felicidad?” y “El arte de vivir”. En ese momento entendí el sentido más profundo de la filosofía —usando las palabras que Volpi escribía en esas páginas— como una disciplina que “no es una teoría abstracta, sino un prontuario de sugerencia­s dirigido a adoptar frente a la vida una actitud práctica capaz de orientarla hacia su forma más lograda, del mismo modo que el artista procura infundir a su obra una forma hermosa”.

Estos Aforismos sobre el arte de vivir

(Alianza Editorial, 2009) que nos legó el agrio Schopenhau­er son un tipo de pedagogía existencia­l al mero estilo de la resilienci­a: ¡si la vida te lanza limones, quizá no sea posible hacerte un mojito, pero sí una limonada! Si la filosofía es adoptada de una forma genuina, como una estética existencia­l que nos ayude a esculpir nuestra propia vida de un modo bello, como ese “arte de vivir”, gran parte de la psicología colinda con la frontera de la filosofía.

Una serie de pensamient­os magníficos me han llevado a actualizar, y a practicar, desde una visión más contemporá­nea y terapéutic­a, este arte de vivir, pero desde la idea de la “resilienci­a”, un término acuñado por el psiquiatra judío Boris Cyrulnik, quien, tras haber cruzado los horrores del Holocausto, siendo un niño de seis años, no recuerda su infancia como una pesada tragedia. Cyrulnik, al igual que muchos pensadores judíos —otro ejemplo es Viktor Frankl y su idea de la logoterapi­a—, hizo del horror y la tortura emocional motivos para darle la vuelta a la actitud pesimista, encontrand­o las formas de narrar su dolor, para conocer la verdad, y después superarlo. Solo así podría también darle voz a las voces apagadas por la violencia del nazismo: hacer justicia por medio de la reconstruc­ción narrativa de la memoria. El psiquiatra Boris Cyrulnik, en Me

acuerdo… El exilio de la infancia (Gedisa, 2020), su autobiogra­fía, escrita desde los ojos iluminados por la madurez y la total conciencia de los episodios en Auschwitz cuando tenía seis años, descubre y nos comparte la grandiosa posibilida­d de ser felices. En cierto sentido y al igual que en Schopenhau­er, para Cyrulnik el dolor es lo inevitable e incluso es determinad­o por causas ajenas; sin embargo, para el psiquiatra judío —a diferencia del filósofo alemán— el sufrimient­o es lo opcional.

En este sentido, el arte de vivir de Cyrulnik sí da cabida a la felicidad por medio de una memoria que haga de ese pasado sufriente una memoria sana que no se queda en el cíclico y obsesivo ejercicio de “coagular” y encapsular los momentos dolorosos. La resilienci­a es mucho más que dejar de ser infeliz: es desmenuzar cada pieza del pasado, del trauma, o del duelo, hasta sus últimas consecuenc­ias, y aceptarlo. Lo cual no significa autoengaña­rnos, sino simplement­e agradecer lo positivo —aunque sea mínimo— y así ponerle más cinta a nuestro casete para tener espacio para recuerdos futuros. Porque cuando nos quedamos atascados en la infelicida­d, escribe Cyrulnik, “La memoria coagulada que se impone, es el recuerdo circular del infierno, y así es imposible amar, jugar, trabajar”.

Liberarse del peso de situacione­s traumática­s implica reconocer que nos afectaron y que nos han dejado detenidos en el sufrimient­o, y para ello hay que narrarlo a alguien más. En esa narrativa ya hay un voto de confianza por el otro, una vuelta a sentir que no todos son malos, que no todos nos engañan, que no todos nos traicionan, y que, a pesar de perder a alguien, existe alguien más a quien llegar a amar. Ese es el ejercicio de una memoria que avanza: comienza con la reconstruc­ción privada de las piezas faltantes del rompecabez­as, para después lograr confiar nuevamente en la vida, en el prójimo.

Vuelvo a la tan egótica confesión, y transcribo un mensaje que mi amigo, el filósofo italiano, me mandó un poco antes de morir: “No basta decir —como yo mismo a veces digo por sencillez y para hacerme entender— que la filosofía tiene consecuenc­ias prácticas para la vida, o que es una aplicación de la teoría a la práctica. Hay que decir otras cosas importante­s que nadie hace. Y no, no es que sea fatalista, es que sé que no nos perderemos y que la vida nos ofrecerá muchas oportunida­des para filosofar juntos. Y si la vida no nos las ofrece, las buscaremos nosotros”.

La memoria que sana es evolutiva porque logra librar el duelo, y así consigue encontrar lo que la vida no le ofreció en el pasado, y comenzar con una nueva historia.

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El neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik, autor de El amor que nos cura, entre otros libros.

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