Piedra de sacrificio /I
El 2 de octubre de 1968 sucedió en miércoles, día mercurial lleno de muerte. La explanada de la Plaza de las Tres Culturas, escenario donde se celebraría el último mitin del Movimiento Estudiantil, concentraba los tiempos históricos del país: el indígena, el colonial y el moderno.
A las cinco de la tarde el gran cuadrante lucía a reventar con diez mil estudiantes, hombres, mujeres, ancianos, niños y aliados políticos de la movilización como los trabajadores ferrocarrileros, cuyas gorras azules asomaban alegres entre el mar de gente. Había vendedores ambulantes y amas de casa con bebés en brazos. Transeúntes curiosos ahí detenidos, habitantes de la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco que escuchaban a los oradores desde una tribuna situada en el tercer piso del edificio Chihuahua. Brigadas universitarias repartían volantes y boteaban, vendían periódicos y carteles. Estaban presentes periodistas nacionales, corresponsales y fotógrafos extranjeros.
Alrededor había un gran despliegue de militares, policías y granaderos.
De pronto, a las cinco y media de la tarde, mientras un estudiante anunciaba que la marcha al Casco de Santo Tomás quedaba cancelada ante el riesgo de ser reprimida, una aparición de luces de bengala en el cielo desamarró el infierno. Comenzaron los disparos, el fuego inclemente, el tableteo de las ametralladoras, los truenos de fusiles y pistolas.
Los líderes en la tribuna gritaron a la multitud que no se desbandara. Pero la gente corría despavorida e iba cayendo en la Plaza o en medio de las ruinas prehispánicas frente a la pequeña iglesia de Santiago Tlatelolco construida en el siglo XVI, la cual no abriría sus puertas para acoger a quienes huían, cumpliendo el papel histórico del clero católico en México, traicionar al pueblo.
Simetrías, repeticiones, significados: el ara sacrificial se había montado para llevar a cabo una inmolación.
La Plaza de las Tres Culturas concentraba los tiempos históricos del país: el indígena, el colonial y el moderno