Adversario: palabra de honor
La Champions enfrentará, quizá por última ocasión, a los dos mejores jugadores del siglo. Las últimas décadas pertenecen a Messi y Cristiano. Emparejados en el Grupo G por un destino que les obligó a competir mano a mano toda su carrera, ambos futbolistas representan la excelencia del profesionalismo.
Dueños de estilo, escuela y genética antagónica para interpretar el juego, en el fondo son dos gotas de agua: compiten por todo. Ese parecido que les lleva a mirarse en el mismo espejo cada partido, es lo que les une. Como grandes atletas de cualquier época, están hechos de un material desafiante: el deseo de triunfo. Pero incluso en esa naturaleza victoriosa, a veces egoísta y vanidosa, Cristiano y Messi honraron todos los principios de la deportividad: la mejor forma de respetar al rival es vencerlo con nobleza, en buena lid.
La rivalidad entre el portugués y el argentino, probablemente la más longeva y publicitada en la historia del futbol, se forjó durante años con una pasión secular por su adversario: casi una obsesión. Auténticos enemigos íntimos, lograron volverse cómplices: uno hacía mejor al otro. Esa relación fraterna expresada en cifras, goles, marcas, títulos y reconocimientos, jamás fue entendida por sus seguidores que siempre exigieron un vencedor y un vencido. El único punto que separa a Cristiano de Messi es el fanatismo: ese grado de intolerancia al éxito del rival.
Hace varios años, el Comité Olímpico Internacional redactó un manifiesto que se volvió una extraordinaria campaña de sensibilización. En ella explicaba el sentido humano de toda competencia deportiva. El texto iba así: “Tú eres mi adversario, pero no mi enemigo. Porque tu resistencia me da fuerza, tu voluntad me da coraje y tu espíritu me ennoblece. Por eso, aunque busque vencerte, si lo logro, no te humillaré; más bien, te honraré, porque sin ti, yo no sería nadie”.
Esta es, palabra de honor.
La rivalidad entre Messi y Cristiano se forjó durante años con pasión secular por su adversario