Milenio

Esas Reinas del Sur chungas

- ARTURO PÉREZ-REVERTE*

Me gusta la palabra chungo para definir algo falso, malo o de escasa confianza: suena bien, es muy española y más contundent­e que el ridículo fake tan de moda en las redes sociales y fuera de ellas. Lo de chungo, que proviene del habla delincuent­e, fue vocablo triunfador en el último tercio del siglo pasado, cuando se usaba mucho. Quizá recuerden ustedes, si son españoles, aquellos estupendos cómics marginales de Gallardo y Mediavilla, los de Makoki, Emo y compañía, que con mucha guasa sus autores reivindica­ban como línea chunga frente a la famosa línea clara de Hergé. Lo de chungo, como digo, me gusta y lo uso a menudo, sobre todo en esta deliciosa España que estamos dejando a nuestros nietos. Hoy se utiliza menos, pero viene perfecto para el asunto del día: Reinas del Sur chungas. Y me van ustedes a perdonar la chulería, o no, pero lo de reinas chungas lo digo con cierta autoridad, porque al fin y al cabo fui yo quien inventó la cosa. Y a eso vamos.

Vaya por delante que el asunto me irrita. Desde hace veinte años, cada vez que en México es detenida una mujer relacionad­a con el narcotráfi­co, los medios de comunicaci­ón de allí sacan la reina de la baraja: Reina del Sur, Reina del Pacífico… Les encanta titular por ahí. Cada narca trincada es automática­mente una reina. La más famosa es Sandra ÁvilaBeltr­án—llamadaRei­nadelPacíf­ico—, pero en fecha reciente llevo contabiliz­adas otras tres mexicanas a las que se ha colocado el título de Reina del Sur o se lo han atribuido ellas por la cara: una tal Cecilia, una tal Liliana Hernández y una tal Beatriz, todas del estado de Puebla. Y eso fastidia, como digo, porque me siento como si violaran al personaje. En especial porque en todos los casos, incluido el de Ávila Beltrán, se trata de criminales de chichinabo, tiñalpas de baja categoría, jefas de pequeñas bandas dedicadas al menudeo de droga, asalto de casas o robo de combustibl­e, y en ningún caso reinan sobre nada que valga la pena considerar. Aplicar a esas pedorras el apodo de Teresa Mendoza, la mujer legendaria que revolucion­ó el narcotráfi­coentreAmé­ricayEurop­aenlosaños 90ycreóuni­mperioenel­estrechode­Gibraltar es ofensivo para el padre de la criatura. Y como el padre soy yo, me llevan los diablos.

Fue la propia Ávila Beltrán —una oscura enlace entre dos cárteles mexicanos de la droga, mujer guapa y novia de narcos— la que, en una conversaci­ón mantenida en prisión con el periodista Julio Scherer, lo dejó bien claro: “A mí el personaje de Pérez-Reverte me chingó la vida. Me llamaron Reina del Pacífico, me dieron demasiada importanci­a y se ensañaron conmigo”. Incluso, para su desgracia, hubo quien afirmó que la Teresa Mendoza de la novela se inspiraba en ella, lo que agravó más la situación. De nada sirvió que yo mismo, y también mis amigos el novelista sinaloense Élmer Mendoza y el periodista César Batman Güemes, testigos del parto, asegurásem­os que nunca conocí a la tal Ávila Beltrán ni había existido una auténtica reina de nada, que el mío era un personaje de ficción construido mediante visitas y conversaci­ones con narcos de mucha más categoría en México, Marruecos y España, y que era imposible —y por eso escribí la novela, para hacerlo posible— que una mujer alcanzase tal grado de poder en un mundo tan cerrado y machista como entonces era el del narcotráfi­co. Pero dio igual. No iba la realidad a estropear un bonito titular de prensa, o varios. Ni una extradició­n a los Estados Unidos.

Más tarde, para cargar la mano, el éxito de la novela y su adaptación a dos series de televisión de enorme audiencia, una en inglés con Alice Braga y otra en español con Kate del Castillo, multiplica­ron el efecto. Llovieron reinas a carretadas, y en cada ocasión los medios mexicanos repartían, y siguen haciéndolo, títulos de realeza con una prodigalid­ad asombrosa. En cuanto a una mujer la detienen por algo relacionad­o con drogas, esreinadea­lgo:delnorte,delsur,deleste,del oeste, del Pacífico o del Atlántico. Supongo que, en el fondo, debería sentirme halagado por lo lejos que anduvo mi personaje, sueño de cualquier novelista; pero no puedo evitar el malestar cuando lo rebajan de tal manera. Aunque eso tenga, también, satisfacci­ones que endulzan el asunto; como lo ocurrido aquel día en Culiacán, Sinaloa, cuando rodaba un reportaje sobre el personaje con Pablo Solórzano y Carmen Aristegui, y en la calle Juárez se nos acercó una cambiadora de dólares, veterana de buen ver, a preguntar qué hacíamos. Y al decirle que un reportaje sobre la Reina del Sur, sonrió, se golpeó orgullosa el escote, señaló el lugar y dijo: “¿Teresita Mendoza?... Yo la conocí bien, y gran amiga mía que era. En esta misma esquina se ponía”.

* Miembro de la Real Academia Española

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LUIS MIGUEL MORALES
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