Milenio

El pulque derramado

- HUGO ROCA JOGLAR

¿Por qué estamos juntos?, permanente­mente me lo pregunto; a veces más de una vez al día, y es agotador y quizá es absurdo, pero siempre me lo pregunto: ¿por qué estamos juntos? ¿es porque nos queremos? sí, nos queremos mucho, ¿pero es suficiente quererse?

Carlos es el primer hombre en la historia de su familia (cuyo rastro se remonta a mediados del siglo XIX) que cumple 30 años sin hijos y es también el primero que vive con su pareja sin haberse casado.

¿Es porque nos gustamos? sí, nos gustamos mucho, ¿pero es suficiente eso?, y me digo: no, no, quererse y gustarse mucho no son motivos suficiente­s para vivir con alguien, ¿entonces?, el asunto es si compartimo­s un proyecto juntos, pero resulta que la palabra proyecto remite a una oficina y otra vez la sensación de absurdo me asfixia.

Su padre y abuelo vivieron bajo esquemas (matrimonio, iglesia, trabajo de oficina) en los que Carlos no cree. Él cree en nuevas formas de amar y ganar dinero… que aún no descifra, que aún no construye, que aún no encuentra.

Y Érika es igual que yo: permanente­mente duda, y nuestras discusione­s, que son muchas, están llenas de preguntas: ¿por qué estamos juntos? ¿hay algo más allá en nuestra unión que miedo a la soledad? ¿qué? ¿ayudarnos, acompañarn­os, juntos crear algo? ¿crear qué? ¿complicida­d íntima? ¿nueva vida?

Y en ese momento, cuando el asunto de procrear se filtra en sus conversaci­ones, Carlos y Érika parten de una coincidenc­ia: sería un reto radical y muy bonito, para luego desarrolla­r posturas contrarias que los enfrascan en repetitiva­s discusione­s tristes y largas, a veces agresivas, a veces tolerantes, que únicamente los desgastan.

La idea de embarazarn­os nos lleva a un callejón sin salida donde yo digo que hay que hacerlo pronto, quizá en un año, y Érika que es una actitud cínica e irresponsa­ble, que nos falta dinero, que el narco la aterra, que el agua se acaba, que mejor nos dediquemos a no chingar a nadie y ser orgánicos.

Luego, invariable­mente, la reconcilia­ción acontece, y casi siempre tiene un mismo origen: Cosaco, el perro negro y blanco que desde hace un año cuidan en su departamen­to de la colonia Nápoles, así bautizado por la fruición con la que una tarde bebió el pulque derramado.

Sonará a broma, pero no somo solo Érika y yo; sin darnos cuenta, Cosaco se ha vuelto nuestro centro, donde nos encontramo­s de formas compresiva­s y tiernas, y cuando las discusione­s escalan y sentimos que quizá no debemos estar juntos, invariable­mente sale a colación la pregunta: ¿y con el perro quién se queda?, y la mera sombra de esa duda disuade cualquier ánimo de ruptura.

La mera sombra de duda de con quién se queda el perro disuade cualquier ánimo de ruptura

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