Delirio razonado
El registro cinematográfico es particularmente adepto para mostrar las alucinaciones de los personajes como una realidad alternativa que se les muestra a ellos tan real como la que comparten con las demás personas. En películas como Donnie Darko o Tideland, de Terry Gilliam, la niña y el adolescente psicotizados interactúan con los elementos de su fantasía con la misma naturalidad que con el resto de su entorno, con lo cual lo delirante queda completamente insertado en su entramado simbólico, y para efectos prácticos no habría diferencia alguna con aquello que sí podría ser propiamente considerado como real. De manera sumamente visual, este tipo de obras refuerzan la idea de que la psicosis es ante todo una narrativa distinta de lo que se considera como normal.
Me pregunto si no estaremos viviendo algo similar en términos de la política contemporánea en buena parte de Occidente, pues lo delirante y lo alucinante parecen no solo llevar un buen tiempo convertidos en elementos sumamente cotidianos del devenir político, sino que no se vislumbra que
Parecería que los disparates del poder al mismo tiempo se inscriben en otra lógica y otro lenguaje
ello deje de ser así en el corto plazo. Y el asunto es que por más que las excentricidades simbólicas de muchos poderosos continúen escandalizando y ocasionando perplejidad, a menudo queda la impresión de que ello es así principalmente cuando sopesamos la política desde categorías que tienen que ver tanto con lo racional como con lo acostumbrado, pero parecería que los disparates del poder al mismo tiempo se inscriben en otra lógica y en otro lenguaje que puede llegar a ser sumamente efectivo para sus propios fines.
Seguramente no es en absoluto casual que la política del delirio haya irrumpido en un momento en que el sistema sociopolítico ofrece tantas señales de agotamiento, desigualdades y diversas expresiones de violencia consuetudinaria, casi siempre perpetradas o alentadas desde el propio aparato estatal. Quizá por ello además del escándalo valdría la pena tomar seriamente como síntomas de algo más incluso los disparates más extremos, ya que insistir únicamente en la condena del deplorable espectáculo quizá equivale a tratar de convencer a alguien que alucina de que aquello que se le presenta carece de realidad. Pues la paradoja es que la añoranza por un regreso a la época en que la política era un asunto de caballeros que se ceñían a los códigos simbólicos donde cabía incluso cierto grado de sadismo y corrupción en el fondo abona al delirio, pues nada cimienta tan bien a lo esquizoide como la insistencia en que los parámetros bajo los que se mueve no pertenecen a la normalidad. Por eso y aunque no sea sencillo, quizá sea mejor procurar leer los dislates del poder en su sentido más literal, para comprender aquello de lo cual resultan sintomáticos, con la idea de procurar más bien comprender las causas profundas, en lugar de caer en lo que en el fondo se espera de nosotros: que no podamos despegarnos ni un solo instante de la contemplación de su grotesco carnaval.