Milenio

“El queso, el yogur y el espíritu bronco de los mexicanos”

- Ana María Olabuenaga

La semana pasada nos fracturamo­s un pómulo, nos volamos los dientes y estuvimos a punto de sufrir una conmoción cerebral debido a los puñetazos que nos dimos. Y todo por una quesadilla. No cabe duda, alguien —quien sea— nos debería pedir perdón. Los españoles que enterraban el acero o los aztecas que hacían lo propio con la obsidiana para abrirle el pecho a la gente y sacarle el corazón. El que sea. Pedirnos perdón, aunque sea entre nosotros.

Pareciera que no hubiera remedio y que en eso consistier­a hoy el devenir del mexicano: liarnos a golpes en cada callejón de la diaria narrativa. Esperar, como antes lo hacíamos en el salón de clases, hasta escuchar la campanada de salida, esa que detonaba la carrera hasta la esquina, con el único objetivo de agarrarnos a los golpes. La diferencia es que hoy, para caernos a trancazos, no necesitamo­s escuchar nada en particular, cualquier cosa lo logra, hasta el gramaje en la etiqueta de un empaque de queso es una riña.

Aristeo, el dios menor al que las ninfas le enseñaron a cuajar la leche convirtién­dolo con ello en un descubrido­r al que nadie se atrevería a bajarle la estatua, debe estar feliz de saber cómo se defendiero­n los quesos y los yogures, con qué fiereza se luchó por el hilo que se hace al morder la quesadilla, con qué pasión se protegió el licuado de yogurt con fresa y con qué valentía se combatió por defender el prestigio del queso crema, justo cuando los japoneses veían una rendija para poderlo sacar de sus rollos de sushi. Y todo porque la Profeco emitió la orden de no vender una lista de productos lácteos por no acatar la norma.

El tema de los quesos era tan simple que se resolvió en dos días, sin embargo, teníamos ganas de pelea: de unas buenas patadas, mordidas, de rompernos la cara y para eso, como bien sabemos los mexicanos, hasta el tono con que se dicen las cosas es buen pretexto.

El pleito empieza con una acción del gobierno que, buena

Hoy, para caernos a trancazos, no necesitamo­s nada en particular, sino cualquier cosa

o mala, se hace sin decir agua va. El otro levanta la ceja, saca el pecho, levanta la barbilla y le espeta ¿qué, qué traes güey? Lo que me de la gana pinche corrupto, le contesta el otro. Corrupto tu hermano. Corrupta la tuya.

Así, los bandos en las redes están armados. En una esquina, los que se quejan del gobierno, a veces justamente y a veces sin saber ya ni por qué. Del otro, los que, aunque no entiendan el tema, es más, aunque estén ellos mismos en contra de lo que el gobierno ha decido hacer, salen a defenderlo porque piensan que con ello están defendiend­o antes que nada al Presidente.

Los argumentos son siempre los mismos: ¡corruptos!, ¡clasistas!, ¡racistas! Así, sin mayor sustento y a gritos. Por eso es que todo lo que debatimos cae en una misma bolsa. Ponga usted el tema que se le antoje. Desde los fideicomis­os: ¡corruptos!, ¡clasistas!, ¡racistas!, hasta el juicio a los ex presidente­s, el robo de medicinas, Hernán Cortés o Cristóbal Colón: ¡corruptos!, ¡racistas!, ¡clasistas! Misma suerte e insultos que tuvieron los quesos. “Compra el queso con la señora del mercado y no esa porquería, maldito acomodado” o “el queso crema es racista, por blanco y por rico”.

Absurdo, infantil, simplista. Daría risa si no tuviéramos tanto hueso roto y fuera tan vergonzoso, triste y peligroso.

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