“Linchamiento digital, cancelación del otro, muerte civil...”
Le apuesto que conoce perfectamente el fenómeno del que le voy a hablar. Cierre los ojos y piense en algo que no le guste. Una persona, un libro, una estatua, lo que sea. Ahora, imagine que sobre esa imagen aparecen dos botones: uno que dice salvar y otro cancelar. Es tan simple, un solo botón y eso que tanto le molesta se puede borrar, dejar de existir. Como el correo que decidió no enviar: cancelar. El texto que no terminó por cuajar: cancelar. La cita a la que no le apetece asistir: cancelar. Pulse ahora la opción. Cancelar. La pantalla está en blanco. Desapareció. Abra los ojos. Ahora imagine que esa operación que acaba de hacer es real: eso que usted decidió sacar del sistema, salió. Ya no existe. Esa es hoy la práctica que se populariza como la “cultura de la cancelación”.
Cultura de la cancelación es la forma semicivilizada de llamarle a un linchamiento digital. Sin embargo, la cancelación como tal es un fenómeno que arranca hace poco menos de diez años en las universidades estadunidenses y que, a raíz de la pandemia y el confinamiento, ha estallado como una categoría de análisis y una práctica social cotidiana. Condenar al ostracismo a alguien que no piensa lo mismo que uno piensa.
Una especie de “muerte civil” como aquel castigo de la antigua Grecia en el que el individuo era condenado a perder sus derechos civiles, arrojado al destierro y considerado una “ficción jurídica”.
Un boycott de lo que hace, hizo, piensa, dice y dijo el otro, para con ello cancelar lo que pueda hacer o decir en el futuro. Obstruirle el acceso a las plataformas en las que pudiera defender su opinión. Cancelar su libertad de expresión, su reputación y sus posibilidades de mantener un empleo. Más allá de una ficción, construir al otro como un “no ser” del que ni siquiera es necesario hablar, porque no existe y jamás existió.
Una práctica que, como señalan la mayoría de los científicos sociales que la estudian, exhibe una sociedad hipersensible,
Cultura de la cancelación es la forma semicivilizada de llamarle a un linchamiento digital
intolerante al tiempo de frágil. Como ejemplo de estas características está el haber exigido cancelar la famosa película de 1939 situada en plena guerra civil de Estados Unidos Lo que el viento se llevo y solo acceder a su proyección después de que HBO insertara una leyenda precautoria de cuatro minutos en la que se advierte a la audiencia que la película “niega los horrores del esclavismo”.
Escritores perseguidos, periodistas obligados a renunciar y profesores despedidos en una censura persecutoria. Una especie de nuevo macartismo, que promueve el mismo miedo y silencio de entonces. Y que crece.
La cultura de la cancelación está promovida por una política identitaria, es decir, esa que construye un “nosotros” al que se le opone un “ustedes” en constante tensión. Que es capaz de autodenominarse “de izquierda” o “liberal” a pesar de su autoritarismo de tintes fascistas. Que no acepta ninguna opinión: ni liberal ni conservadora. Una con una certeza moral cegadora, ya que se percibe superior a los demás, con lo cual puede cancelar lo que sea: edificios, instituciones, estatuas, periodistas y todo tipo de persona que no piense como ellos y así condenarlos al ostracismo como se hacía en la antigua Grecia, a mano alzada. Ya ve, le gané la apuesta. Conoce muy bien el fenómeno.