JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO
Serio, como los tipos que encaran su suerte, frotó sus manos, sacudió los hombros, secó el sudor en su frente y se detuvo al pie de una colina. Con la boca seca y la espalda mojada, apretó los dientes, levantó la cabeza, estiró el cuello y se asomó al valle de California.
En medio del país que lo contemplaba decidió subirla y, desde lo más alto, soltó el brazo, rompió el silencio y desató una raza: al bajar, le llamaron Toro.
Cuando el lanzador profesional uniformó al bracero indocumentado hace 40 años, miles de mexicanos salieron de la sombra: eran, ante los ojos del gringo viejo, los hermanos del beisbolista. Nuestro hombre triunfó, y como el destino conspira con los humildes, venció a los Yanquis. Desde entonces por la Colina del Toro, suben muchos paisanos. Es apenas un montículo de tierra rodeado de un inmenso territorio, pero representa una cumbre de respeto.
De Valenzuela a Urías, las manos del beisbolista no pueden cargar con la responsabilidad de una nación, pero su representatividad tiene un impacto moral sin precedente en la historia de México al interior de Estados Unidos: con sus poderosos brazos, además de lanzar, ganar y dominar, nos abrazan.
Con letra cursiva, tinta azul, y sobre el manto blanco de un equipo generoso, los Dodgers siguen escribiendo esta historia independiente y californiana, enriquecida por sueños que cruzan el campo con la gorra del campesino, el guante del trabajador y la mirada del inmigrante.
La carrera de Valenzuela, pitcher monumental dentro de un hombre modesto, provocó el reconocimiento que durante años se había negado al labrador, al cocinero o al constructor mexicano. Valenzuela no solucionó el conflicto migratorio, evitó el éxodo, ni detuvo la pobreza que sigue empujando gente al otro lado del río, sin embargo, simbolizó la fuerza de una comunidad que no tenía más lugar entre el norte y el sur, que un campo de beisbol.