Milenio

La distopía y el odio

- EDUARDO RABASA

En Historia de las utopías, Lewis Mumford advierte en las utopías un carácter totalizant­e y autoritari­o, que no concibe lugar para el conflicto, el mal o la corrupción en las sociedades ahí esbozadas. La planeación de la felicidad no dejaría entonces cabos sueltos para la irrupción (en su vertiente negativa) del azar o lo imprevisib­le. Y si lo anterior es válido para las utopías, se comprende que uno de los principale­s rasgos en las distopías sea su carácter sofocante, donde el Estado o la entidad encargada de convertir la vida en una pesadilla sostenida se asegura brutalment­e de organizar la existencia colectiva únicamente al servicio de los fines de la casta dominante. De ahí que se busque que nada quede por fuera de la vida programada, y a menudo el giro distópico final involucra darnos cuenta de que incluso la supuesta disidencia era llevada a cabo según los cálculos del poder.

Quizá por eso en términos tanto de trama como de profundida­d o matices de los personajes, las distopías tiendan hacia lo plano y lo opaco. En general son obras que dedican buena parte de su narrativa a lo atmosféric­o, a la descripció­n de los mecanisera

Otro rasgo común a varias antiutopía­s es que reservan una especie de excepción emocional

mos para aplastar el espíritu, así como a la narración de existencia­s fantasmáti­cas, vividas por seres a los que en efecto se les ha aplastado el espíritu. Sin embargo, otro rasgo común a varias distopías es que se reserva una especie de excepción emocional, alentada por el propio poder, para pulsiones como el odio o la ira que deviene agresión física, organizada­s ritualment­e con una periodicid­ad inamovible.

Es el caso de los “Dos Minutos de Odio”, en 1984, donde se muestran imágenes del enemigo para que la población de Oceanía desfogue su agresión hacia un blanco conducente, el pretendido traidor judío, Emmanuel Goldstein. Pero creo que Margaret Atwood lo ha retratado de manera más aguda en El cuento de la criada, con la ceremonia denominada “Particicut­ion”, donde se permite a las criadas aplastadas durante toda la novela masacrar a golpes a los condenados por algún delito. En ambos casos aparece el mecanismo de azuzar ritualment­e la violencia, pero en el caso de El cuento de la criada, al incluir en el ritual el pasaje al acto del odio, los gobernante­s de Gilead han sentado las condicione­s para procurar nivelar por debajo incluso a sus víctimas, las mujeres, como para asegurarse de que también participen de las pulsiones aberrantes que estructura­n la sociedad por ellos ideada, en una especie de acto de desprecio final dirigido hacia la conducta que desean orientar en sus víctimas.

De hecho, no es casualidad que en un gesto de humanidad al límite una de las mujeres rebeldes, llamada Ofglen, sea quien golpea hasta dejar inconscien­te a uno de los condenados, pues lo reconoce como miembro de la disidencia y busca “aliviar su miseria”. Con ese acto quebranta (en secreto) el ideal distópico de crear sociedades habitadas exclusivam­ente por furibundas criaturas pavloviana­s, cuyas respuestas queden limitadas al espectro posible cuando los estímulos sociopolít­icos proceden únicamente del odio y el desprecio por la diferencia.

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