Predicar con el ejemplo
El problema no es solo nuestro y no es de hoy, y es grave porque ni siquiera lo vemos. Y desde luego a nadie le parece que sea un problema. Pero sucede en todas partes.
Un indicio: esta semana desaparece la revista francesa Books, que durante doce años fue de lejos lo más interesante de la prensa periódica en cualquier idioma. Books publicaba reseñas de libros, pero lo que la hacía absolutamente única es que publicaba reseñas de libros publicados en cualquier idioma; en un número, tengo delante el de este mes de octubre, había ensayos sobre libros de la República Checa, Suecia, España, India, Francia, México, Alemania, Estados Unidos, y más. Normalmente había un tema central, con cuatro o cinco ensayos, pero el conjunto ofrecía un panorama de lo que se estaba publicando en el mundo, en las docenas de lenguas que uno no podría leer. No conozco un proyecto que siquiera se le acerque en ambición, en interés. En su carta de despedida los editores explican que no han encontrado un modelo de negocio que permita que la revista sobreviva: una empresa que no es rentable debe desaparecer, así son las cosas; lo que no debía ser normal es que una revista de calidad, cuyo propósito es promover el espíritu crítico, no haya encontrado un solo empresario convencido de la importancia de ese objetivo —lo bastante para contribuir a buscar una solución.
Es triste, pero no es sorprendente. Desde hace cuatro o cinco décadas se ha venido abriendo una brecha, insalvable ya, entre las elites culturales y las elites económicas y políticas. La cultura, si acaso, es un suplemento. El vacío se llena con una serie de sucedáneos: literatura industrial, novelas de aeropuerto, conciertos en estadios de fútbol, celebridades premiadas y festejadas para que los políticos puedan exhibir su intimidad con el arte —aditamentos de la industria del espectáculo contra la que reacciona una academia con demasiada frecuencia ensimismada, hermética, de una fatuidad ridícula.
La cultura, si acaso, es un suplemento. El vacío se llena con sucedáneos
Algo fundamental se ha perdido con ello. El respeto por la vida intelectual por parte de todos, de los intelectuales en primerísimo lugar, es el único fundamento posible de una aspiración colectiva que vaya más allá de la rentabilidad o el cálculo electoral. Y en eso las elites tienen la obligación de predicar con el ejemplo. Esto que tenemos es otra cosa: políticos o empresarios que hablan de deportes, de series de televisión, que presumen de codearse con celebridades, y que sobre educación tienen dos o tres clichés de pomposa vacuidad —de esos que se dicen por decir, y nos entendemos.
Esta semana pasada hubo en París un atisbo de otro horizonte. Samuel Paty, profesor de historia y geografía en una secundaria había sido decapitado días atrás por un adolescente checheno, por haber ilustrado su clase sobre libertad de expresión con las famosas caricaturas de Mahoma. Sin una sola voz disidente, la clase política francesa se reunió en un funeral de Estado para honrar su compromiso con una educación para ciudadanos libres. El acto fue en el edificio de La Sorbona, concluyó con una interpretación del segundo movimiento de la tercera sinfonía de Mozart. Y había en ello algo vagamente esperanzador.