Étiemble a secas /y II
Acontracorriente, fiel a lo primario esencial, nacido en una familia campesina de siete hermanos tempranamente huérfanos de padre, hijo de una madre obrera de la costura y precoz viuda que trabajaba de noche haciendo sombreros para venderlos por su cuenta con la única compensación de un trozo de queso y un vaso de agua, lector desde los dos años y escritor a partir de los tres cuando quiso consolarla a ella por la muerte del esposo, descubridor infantil de pilas de periódicos y algunos libros en español como el Quijote, abandonados en un granero encima de su modesta casa, aprendiz de árabe y algunas lenguas precolombinas antes de dominar escolarmente la suya propia, en Étiemble sucedieron aquellas experiencias cuyo poderoso corazón es lo intemporal: la compasión, el conocimiento, la lucidez, la inteligencia, el lenguaje. Siempre el lenguaje, el cual asumía como creador del pacto original que dio lugar a lo humano: la religión como un fenómeno del lenguaje y la literatura como un fenómeno religioso (religión: religar, releer).
Toda vida es el orden implicado de un orden explicado, sistema dual de cualquier biografía. La de Étiemble se define como una anacronía en la cual ignoró deliberadamente lo actual y lo inactual. Llamó contemporáneos suyos a Montaigne, Diderot o San Juan de la Cruz, creyó que en la inspiración existen los invariables que se encuentran desde hace 4,000 años en textos sumerios, consideró cercanos libros ancestrales, aprendió del poeta griego Seferis que bastaban tres lectores para convertirse en escritor, y de Basho, el poeta budista, que tres haikús de cincuenta y una sílabas perfectas eran suficientes para ser un maestro en poesía. Supo que solo era aceptable el “irrisorio” régimen democrático y, aunque a menudo deploró a la izquierda, la prefirió siempre.
Luego se fue a la muerte, lugar que es alta, resonante literatura.