“Sin olvidar a los muertos, privilegiemos a los vivos”
Alguna vez que asistí a una misa de cuerpo presente, en ocasión de la muerte del papá de un amigo mío, oí decir al sacerdote que oficiaba, palabras muy sabias sobre la religión y la muerte. Dijo, entre otras cosas, que en la religión cristiana (allí católica) los fieles creen en la vida después de la muerte y en que después de terminar su paso por este mundo, se unirán a Dios. Sin embargo, luego agregó una gran verdad: “pero nadie se quiere morir”. Lo cual significa que, si bien nuestras creencias nos pueden prometer la vida eterna, lo cierto es que la mayor parte de la gente prefiere extender al máximo su estancia en esta tierra, aún si no la están pasando tan bien.
La vida y la muerte siguen siendo los mayores misterios para la humanidad. Seguimos sin entender ni una ni otra, aunque cada día surjan muchas explicaciones. Pero por lo visto, no todos le damos el mismo valor, ni a una, ni a otra. Hay lugares en el mundo donde la vida se cuida y se respeta más, aunque se sepa que la muerte es inevitable. Me refiero no a “la vida” como un valor abstracto que supuestamente se defiende “desde la concepción hasta la muerte natural”, sino a la vida verdadera, la concreta que experimentan millones de personas y que la gente y las instituciones legales y gubernamentales respetan, buscan proteger y mejorar: la de los niños con cáncer, la de las mujeres violentadas, la de las minorías sexuales, la de los jóvenes sin oportunidades, la de los ancianos y marginados. Hay otros lugares donde la vida no se considera tan importante y parecería que la muerte se volvió más significativa que la vida. O, quizás, por el contrario, más irrelevante por lo común de su presencia.
El caso es que, en México, la estamos dando por sentada, pero no por su inevitabilidad, sino por su omnipresencia. Ya a nadie le extraña ni se escandaliza por las decenas de miles de muertos por la violencia del crimen organizado y la creciente inseguridad. Y el gobierno no parece estar mayormente preocupado ni tener mayor empatía por los más de 90 mil muertos que oficialmente se han registrado debido a la pandemia del coronavirus. Pero quizás el mayor ejemplo de esta falta de empatía ha sido la desatención a los niños con cáncer, cuyas muertes también se han normalizado, por no decir peor; banalizado. Como si no hubiera la necesidad de priorizar sus cuidados, para darle realmente prioridad a la vida sobre la muerte. Sobre todo, de ellos, que podrían tener muchos años por delante. Así que nuestra pulsión por la vida se ha venido reduciendo, a fuerza de normalizar la violencia y la indiferencia. Preferimos hacer cómo que la festejamos, nos la apropiamos, la normalizamos.
Me pregunto, si todo esto es parte de nuestra cultura religiosa, donde un día recordamos a todos los santos, es decir a todos aquellos que gozan de la vida eterna y al día siguiente a los fieles difuntos, cuyas almas están en una especie de tránsito y a quienes se puede ayudar mediante rezos y misas. Todo eso está muy bien. En particular, no olvidar a nuestros muertos. Pero no estaría de más que priorizáramos a los vivos y trabajáramos por ellos. Después de todo, como dijo el sacerdote: nadie se quiere morir.
El gobierno no parece estar preocupado ni tener mayor empatía por los más de 90 mil decesos registrados