Es duro tener 20 años
Es duro tener 20 años en 2020, reconoció Macron paternalmente el día que anunció otro confinamiento. Piadoso, no añadió que hay edades peores para vivir bajo el imperio funeral de la covid. Si la ola de primavera nos redescubrió la vulnerabilidad esencial de la vejez, cuando el ángel exterminador se demoró en las residencias, la ola de otoño nos ofrece el insolente espectáculo de la salud juvenil. Tanta salud en un mundo enfermo genera frustración. Y a los 20 años no todos saben aliviarse con poses de filtro o acordes becquerianos a la guitarra.
La naranja mecánica de la violencia echó a andar en víspera de Difuntos y no parece que vaya a detenerse cuando nuevas restricciones engrasen la rueda dentada del tedio, el nihilismo o la falta de expectativas. Apunta Aurora Nacarino que el mayo francés empezó porque los colegios mayores prohibían subir a la chorba o al maromo a la habitación. La sangre fresca tiene urgencias incompatibles con el toque de queda. Según Álvaro Pombo –una risa de canario en cualquier mina le impide envejecer de veras– los viejos impacientan a la sociedad, pero quienes parecen impacientes son los jóvenes y yo lo entiendo. Los jóvenes siempre han sido portadores de virus varios, desde la militancia política hasta los amores de candado en un puente, y resultan demasiado fuertes para ser castigados como niños y demasiado estúpidos para ser exigidos como adultos.
Algunos –pocos– ejemplares de la especie conseguimos en su día eximirnos de la adolescencia y reducir después la juventud a la mínima expresión, a una duración simbólica, lo justo para entender un puñado de canciones banales y salir milagrosamente entero de algunos casos que recordar no quiero. Ser joven bajo la covid es una condición desgraciada como la de un jardinero en la luna, un excedente de potencia sin dirección que puede acabar chocando contra la luna de una tienda de Lacoste. Lamenta el adulto su juventud sin estrategia y el joven la suya sin dinero.
Ahora unos y otros se ponen a sexar ideológicamente al niñato de disturbio para enrolarlo en las filas del enemigo: mena, cupero, borroka, neonazi o guevariano sin épica, pero se equivocan todos. Son chavales, nada menos. Drugos de Burguess en una España sin luz y sin Ludwig Van. Merecerán un porrazo y alguno hasta rueda de reconocimiento, pero merecerían sobre todo unos padres rectos, una educación dura que los empodere, unas discotecas abiertas que los desengañen y un mercado laboral que no vaya a reírse de ellos. Y no van a tener nada de eso.
La naranja mecánica de la violencia echó a andar en víspera de Difuntos