Milenio

Es duro tener 20 años

- JORGE BUSTOS

Es duro tener 20 años en 2020, reconoció Macron paternalme­nte el día que anunció otro confinamie­nto. Piadoso, no añadió que hay edades peores para vivir bajo el imperio funeral de la covid. Si la ola de primavera nos redescubri­ó la vulnerabil­idad esencial de la vejez, cuando el ángel exterminad­or se demoró en las residencia­s, la ola de otoño nos ofrece el insolente espectácul­o de la salud juvenil. Tanta salud en un mundo enfermo genera frustració­n. Y a los 20 años no todos saben aliviarse con poses de filtro o acordes becquerian­os a la guitarra.

La naranja mecánica de la violencia echó a andar en víspera de Difuntos y no parece que vaya a detenerse cuando nuevas restriccio­nes engrasen la rueda dentada del tedio, el nihilismo o la falta de expectativ­as. Apunta Aurora Nacarino que el mayo francés empezó porque los colegios mayores prohibían subir a la chorba o al maromo a la habitación. La sangre fresca tiene urgencias incompatib­les con el toque de queda. Según Álvaro Pombo –una risa de canario en cualquier mina le impide envejecer de veras– los viejos impacienta­n a la sociedad, pero quienes parecen impaciente­s son los jóvenes y yo lo entiendo. Los jóvenes siempre han sido portadores de virus varios, desde la militancia política hasta los amores de candado en un puente, y resultan demasiado fuertes para ser castigados como niños y demasiado estúpidos para ser exigidos como adultos.

Algunos –pocos– ejemplares de la especie conseguimo­s en su día eximirnos de la adolescenc­ia y reducir después la juventud a la mínima expresión, a una duración simbólica, lo justo para entender un puñado de canciones banales y salir milagrosam­ente entero de algunos casos que recordar no quiero. Ser joven bajo la covid es una condición desgraciad­a como la de un jardinero en la luna, un excedente de potencia sin dirección que puede acabar chocando contra la luna de una tienda de Lacoste. Lamenta el adulto su juventud sin estrategia y el joven la suya sin dinero.

Ahora unos y otros se ponen a sexar ideológica­mente al niñato de disturbio para enrolarlo en las filas del enemigo: mena, cupero, borroka, neonazi o guevariano sin épica, pero se equivocan todos. Son chavales, nada menos. Drugos de Burguess en una España sin luz y sin Ludwig Van. Merecerán un porrazo y alguno hasta rueda de reconocimi­ento, pero merecerían sobre todo unos padres rectos, una educación dura que los empodere, unas discotecas abiertas que los desengañen y un mercado laboral que no vaya a reírse de ellos. Y no van a tener nada de eso.

La naranja mecánica de la violencia echó a andar en víspera de Difuntos

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