La policía personal
Hace poco escribió Luis Felipe Fabre entuiter:“Cadavezconmásfrecuencia, en conversaciones presenciales, escucho y me escucho decir: ‘Esto no podría decirlo en tuiter’. Así es que quién sabe, en verdad, de qué estamos hablando por acá...”. Un poco lo mismo sucede con enorme frecuencia en vías de comunicación privadas pero que dejan un registro, donde incluso conversaciones o expresiones humorísticas bastante inocuas generan a su vez la broma nerviosa con la idea de que esa conversación llegara al ciberespacio. También seproduceamenudolanecesidaddehacerunaespecie dedisclaimerporescritoantecualquiercosaquedesde algún costado pudiera ser considerada incorrecta, de nuevo ante la fantasía negativadequeunintercambioque pudiera contravenir alguno de los frentes del canon predominante circulara por lo virtual.
Al igual que en aquel ejercicio terapéutico donde se pide a los pacientes que cuenten en grupo aquello que más les avergonzaría que se supiera, donde al parecer comúnmente no es tan grave como se lo imaginaban, es posible que la mayor parte de estas expresiones de autocensura sean en el fondo infundadas, a menos que uno perteneciera a los cada vez más desinhibidos grupos de odio contemporáneos, cuyas acciones y expresiones comprensiblemente incendian las redes con indignación. Ello porque una enorme paradoja de la paranoia actual hacia el escarnio público producido por manifestar opiniones no ortodoxas es que suele suceder que el temor sea a un fuego relativamente amigo, es decir, a incomodar a gente con la que básicamente uno estaría de acuerdo en cuanto a la postura política sobre los temas más acuciantes del momento. En todo caso, parecería ser que la virulencia de lo virtual ha trasladado los mecanismos de las diversas divisiones de la policía del pensamiento hacia la consolidación de una policía interior cuyos cortafuegos son precisamente los que crean este abismo entre lo que se piensa ya sea en solitario o en espacios de confianza, con aquello que se ha de manifestar (o callar) en lo que respecta a la construcción de la personalidad pública.
Así que ahí donde en casi toda la literatura distópica el underground se compone por personas que tímidamente consiguen poco a poco confiar entre sí para manifestar ideas heréticas, quizá la difuminación actual entre lo público y lo interno está trasladando el underground en primera instancia hacia la posibilidad de sobreponerse al policía personal que llevamos interiorizado, siempre listo para recordarnos incluso a un nivel somático –como es propio de las distintas variantes del miedo– las consecuencias potenciales de permitir que algún tren de pensamiento contrario a las ortodoxias emanadas de la academia norteamericana pudiera burlar los cercos y salirse de control.
Se produce a menudo la necesidad de hacer una especie de disclaimer por escrito ante cualquier cosa