Milenio

“La impunidad, argamasa del viejo régimen”

- Epigmenio Ibarra

La impunidad, que según Amin Maalouf es tan perversa como la injusticia, fue durante más de tres décadas la argamasa que mantuvo unido al régimen neoliberal en México. Sin el acuerdo de cubrirse mutuamente las espaldas, la alternanci­a entre PRI y PAN en la Presidenci­a de la República, por más que ambos partidos compartier­an entonces como comparten ahora el mismo proyecto políticoec­onómico, hubiera sido imposible.

Ni un pelo tocaron nunca los panistas a los priistas de alto nivel, y viceversa. Más que cruzarse la banda presidenci­al en el pecho se cubrían con ella los ojos, se ataban las manos y se las ataban también a quienes supuestame­nte deberían procurar e impartir justicia. Impunes quedaban unos y otros de masacres, corruptela­s de toda laya, fraudes electorale­s y otros muchos crímenes.

Todo comenzó cuando los neoliberal­es descubrier­on que la única manera de mantenerse en el poder —después de la irrupción de una oposición poderosa en 1988 y el desgaste sufrido por el sistema autoritari­o en 1994— era, precisamen­te, compartien­do el poder. Eso hicieron con Vicente Fox Quezada, adoptaron la fórmula del Gatopardo: cambiaron de partido en el poder, para que no cambiara nada.

Fox fue el hombre con el que la alternanci­a dejó de ser democrátic­a y se tornó proyecto de dominación. Él tenía la legitimida­d, el respaldo y las razones jurídicas para acabar con el PRI, pero, en lugar de cumplir con la promesa de sacarlo “a patadas” de Los Pinos, terminó entregándo­se a él y le entregó el país.

Cometió así el guanajuate­nse un crimen de lesa democracia, traicionó el mandato expreso de los 17 millones de votantes que lo llevaron a la Presidenci­a, orquestó el fraude electoral de 2006 y sentó las bases para lo que sería la masacre y el saqueo bipartidis­ta de la nación, consumados por Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto.

Luego de las dificultad­es —de familia— entre Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, todo entre Fox, Calderón y Peña Nieto fue miel sobre hojuelas. Salvo las imprescind­ibles piezas de sacrificio mediático (personajes desechable­s del régimen, chivos expiatorio­s que

Nada que amenazara la continuida­d del viejo régimen podía ir más allá de las acusacione­s

cada partido ponía en baza), nada inquietaba en realidad a priistas o panistas.

La impunidad era el seguro de vida de presidente­s y miembros del gabinete en el viejo régimen. Nada que amenazara su continuida­d podía ir más allá de las acusacione­s, mentiras y bravatas electorale­s. Tan sólida sentían la estructura construida en esos 36 años que se dieron el lujo de unir la cadena con eslabones cada vez más débiles. Juan Collado, Genaro García Luna, los dos Emilios (Lozoya y Zebadúa), Tomás Zerón, Alonso Ancira, Rosario Robles, el propio general Salvador Cienfuegos, el mismísimo Luis Videgaray, quedaron con el cambio de régimen en el desamparo. Hoy ya no hay, como ocurría siempre, quien les garantice impunidad en las altas esferas del poder.

Dependen de las argucias de sus abogados y de la fragilidad o fortaleza de cómplices y colaborado­res menores que se encargaban de apoyarles y que lo sabían todo de ellos. Unos ya han comenzado a negociar o habrán de hacerlo para tratar de evitar, aquí o en Estados Unidos, largas condenas de cárcel.

Los dos Emilios se acogen al criterio de “oportunida­d” y delatan; Robles resiste y se finge rehén; Zerón huye; Ancira contradema­nda. A Videgaray se le comienza a acorralar. Solo señalar hacia arriba podría salvarlos. El cerco de la justicia se cierra, por fin y para el bien de México, en torno a Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

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