“Falta deliberación pública en el mundo hiperconectado”
Resulta paradójico que en este mundo hiperconectado, en el que expresarnos está al alcance de un teclado, en el que cualquiera de nosotros puede decir lo que piensa en tiempo real y en el que los mensajes pueden llegar a audiencias masivas en cuestión de segundos, queda claro que no nos estamos hablando, no estamos dialogando. No estamos teniendo la deliberación pública de la que se nutren las democracias.
El espacio público se ha ensanchado y se ha abierto a la participación de cada vez más personas, que tienen la posibilidad de difundir y hacer oír su voz. La posibilidad de expresar y difundir ideas y opiniones ya no está reservada a los actores políticos tradicionales, abonando así a la pluralidad y la diversidad de opiniones. La promesa de este modelo es la de transitar hacia una toma de decisiones más legítima, que tenga sustento en un debate robusto y que por ello sea aceptable para las personas implicadas.
Pero a pesar de su enorme potencial para la democratización del debate público, hemos visto que las redes sociales no siempre son un lugar propicio para generar el mercado de las ideas al que aspira la doctrina sobre libertad de expresión. También han servido como cajas de resonancia en las que solo escuchamos el eco de nuestra propia voz. La anonimidad que brindan ha permitido la difusión de ideas extremistas y mensajes de odio que se diseminan rápidamente y adquieren por ese hecho un halo de legitimidad. Han dado lugar a la proliferación de comunidades ideológicas que determinan en su propio seno lo que es falso y verdadero, sin ningún tipo de apego a la información objetiva, a la que descalifican en forma automática por provenir de otras comunidades de las que desconfían.
Como resultado de ello, en todas partes del mundo vemos fenómenos de polarización, intolerancia, confrontación y virulencia. Vemos una relativización del conocimiento y de la verdad, que impide toda posibilidad de diálogo. Se han reforzado los prejuicios, se reproducen los estereotipos, vemos una falta de empatía y una deshumanización del otro que amenaza la idea misma de dignidad humana, fundamento de los derechos humanos y de la democracia.
Si nuestras democracias hoy se ven amenazadas es por la incapacidad de escuchar al otro. La diversificación y la multiplicación de las voces en los espacios públicos no se ha traducido en una mayor deliberación, sino que nos ha llevado a apertrecharnos en nuestros puntos de vista y a reducir la realidad a una lucha maniquea entre buenos y
La posibilidad de difundir ideas ya no está reservada a los actores políticos tradicionales
malos. No nos damos la oportunidad real de conocernos y de ponernos por un momento en los zapatos del otro.
Si queremos un futuro de derechos y de libertad para todas las personas, en el que sean escuchadas y tomadas en cuenta, es imprescindible salvaguardar la calidad del debate público y de los espacios de deliberación. Debemos crear entornos propicios para el diálogo y la reflexión sobre la base de información veraz, imparcial y objetiva, accesible para todas las personas.
Pero, sobre todo, debemos cuestionarnos nuestro propio papel en el proceso deliberativo. Dialogar no es aferrarnos a nuestra forma de ver el mundo, sino abrir la mente con generosidad a lo que dice el otro; es hallar puntos de encuentro en las diferencias con el propósito común de alcanzar la paz, la unidad y la armonía.
Esto pasa por reconocer, como acuerdo básico de la discusión, que en nuestro país no hemos alcanzado un estadio mínimo de bienestar para la población y que las exigencias de justicia social son fundadas y apremiantes. Con independencia de cuál creamos que sea la vía correcta para alcanzar la igualdad sustantiva, debemos unirnos en reconocer que la libertad a la que todos aspiramos exige dejar atrás la discriminación en todas sus formas. Exige crear un mundo justo e igualitario, en el que todas las personas tengamos las mismas oportunidades, con independencia del género, la orientación sexual, el color de la piel, la discapacidad, la identidad étnica, la religión, la condición social o cualquier otra distinción que atente contra la dignidad humana.