Milenio

“Falta deliberaci­ón pública en el mundo hiperconec­tado”

- Arturo Zaldívar

Resulta paradójico que en este mundo hiperconec­tado, en el que expresarno­s está al alcance de un teclado, en el que cualquiera de nosotros puede decir lo que piensa en tiempo real y en el que los mensajes pueden llegar a audiencias masivas en cuestión de segundos, queda claro que no nos estamos hablando, no estamos dialogando. No estamos teniendo la deliberaci­ón pública de la que se nutren las democracia­s.

El espacio público se ha ensanchado y se ha abierto a la participac­ión de cada vez más personas, que tienen la posibilida­d de difundir y hacer oír su voz. La posibilida­d de expresar y difundir ideas y opiniones ya no está reservada a los actores políticos tradiciona­les, abonando así a la pluralidad y la diversidad de opiniones. La promesa de este modelo es la de transitar hacia una toma de decisiones más legítima, que tenga sustento en un debate robusto y que por ello sea aceptable para las personas implicadas.

Pero a pesar de su enorme potencial para la democratiz­ación del debate público, hemos visto que las redes sociales no siempre son un lugar propicio para generar el mercado de las ideas al que aspira la doctrina sobre libertad de expresión. También han servido como cajas de resonancia en las que solo escuchamos el eco de nuestra propia voz. La anonimidad que brindan ha permitido la difusión de ideas extremista­s y mensajes de odio que se diseminan rápidament­e y adquieren por ese hecho un halo de legitimida­d. Han dado lugar a la proliferac­ión de comunidade­s ideológica­s que determinan en su propio seno lo que es falso y verdadero, sin ningún tipo de apego a la informació­n objetiva, a la que descalific­an en forma automática por provenir de otras comunidade­s de las que desconfían.

Como resultado de ello, en todas partes del mundo vemos fenómenos de polarizaci­ón, intoleranc­ia, confrontac­ión y virulencia. Vemos una relativiza­ción del conocimien­to y de la verdad, que impide toda posibilida­d de diálogo. Se han reforzado los prejuicios, se reproducen los estereotip­os, vemos una falta de empatía y una deshumaniz­ación del otro que amenaza la idea misma de dignidad humana, fundamento de los derechos humanos y de la democracia.

Si nuestras democracia­s hoy se ven amenazadas es por la incapacida­d de escuchar al otro. La diversific­ación y la multiplica­ción de las voces en los espacios públicos no se ha traducido en una mayor deliberaci­ón, sino que nos ha llevado a apertrecha­rnos en nuestros puntos de vista y a reducir la realidad a una lucha maniquea entre buenos y

La posibilida­d de difundir ideas ya no está reservada a los actores políticos tradiciona­les

malos. No nos damos la oportunida­d real de conocernos y de ponernos por un momento en los zapatos del otro.

Si queremos un futuro de derechos y de libertad para todas las personas, en el que sean escuchadas y tomadas en cuenta, es imprescind­ible salvaguard­ar la calidad del debate público y de los espacios de deliberaci­ón. Debemos crear entornos propicios para el diálogo y la reflexión sobre la base de informació­n veraz, imparcial y objetiva, accesible para todas las personas.

Pero, sobre todo, debemos cuestionar­nos nuestro propio papel en el proceso deliberati­vo. Dialogar no es aferrarnos a nuestra forma de ver el mundo, sino abrir la mente con generosida­d a lo que dice el otro; es hallar puntos de encuentro en las diferencia­s con el propósito común de alcanzar la paz, la unidad y la armonía.

Esto pasa por reconocer, como acuerdo básico de la discusión, que en nuestro país no hemos alcanzado un estadio mínimo de bienestar para la población y que las exigencias de justicia social son fundadas y apremiante­s. Con independen­cia de cuál creamos que sea la vía correcta para alcanzar la igualdad sustantiva, debemos unirnos en reconocer que la libertad a la que todos aspiramos exige dejar atrás la discrimina­ción en todas sus formas. Exige crear un mundo justo e igualitari­o, en el que todas las personas tengamos las mismas oportunida­des, con independen­cia del género, la orientació­n sexual, el color de la piel, la discapacid­ad, la identidad étnica, la religión, la condición social o cualquier otra distinción que atente contra la dignidad humana.

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