Milenio

El fin y los medos

- JORGE BUSTOS

Los medos eran un pueblo bárbaro que vivía en la anarquía más completa. Cada cual luchaba por la estricta satisfacci­ón de sus intereses, alimentand­o la guerra perpetua de todos contra todos. El estado de naturaleza tenía sus ventajas, por ejemplo una ausencia total de politólogo­s, pero también sus inconvenie­ntes: cuando alguien se sentía víctima de una injusticia, no podía aspirar a que ningún árbitro reconocier­a su condición de perjudicad­o ni obligara a su reparación. Se limitaba a aguardar el momento de la venganza, si los dioses se la concedían.

En aquel caos, cuenta Heródoto, un paisano empezó a conducirse de otra forma. Obraba sin calcular el beneficio propio de sus acciones, atendiendo únicamente a la voz de su conciencia, y aquello causó gran escándalo en la tribu. Era precisamen­te el efecto político que perseguía nuestro justo, un hombre ambicioso que deseaba gobernar sobre sus iguales y que descubrió en la ética individual el camino más recto a la conquista de la autoridad. Fue quizá la mejor campaña electoral de la historia, platónica y maquiavéli­ca a la vez, unidas en la misma estrategia la eficacia y la decencia. Atraídos por su fama de ecuanimida­d, los medos acudían a él para que les hiciera justicia y respetaban sus veredictos. Pero creció tanto la afluencia de agraviados que nuestro hombre inauguró el histórico problema de la conciliaci­ón. Tuvo que dejar de recibir a litigantes porque, alegaba, él también debía ocuparse alguna vez de sus asuntos. Entonces los medos, para liberarlo de prosaicas ocupacione­s personales, lo proclamaro­n rey. Y revistiero­n su majestad de atributos excepciona­les, incluyendo una corte de servidores, una policía que debía hacer efectivas sus sentencias y suponemos que también un coche oficial. Él, naturalmen­te, se dejó hacer. Y añadió la coerción a la legitimida­d de su poder. Dice Heródoto que fue así como nació la monarquía. Pero lo que había nacido en realidad era el Estado.

Alexandre Kojève toma este episodio más o menos legendario para reivindica­r la necesidad de fundar en el ideal moral la autoridad humana. El Estado que se apoye exclusivam­ente en la fuerza, vaticina Kojève, terminará perdiendo la autoridad y desapareci­endo. El populista que hace de la incorrecci­ón su programa acaba expulsado del cargo. El Gobierno que exhibe a diario la cínica traición de sus promesas no perdurará sin recurrir al despotismo. Solo la monarquía que observe una ejemplarid­ad tajante prevalecer­á. El fin justificó a los medos, pero nunca justifica los medios.

El populista que hace de la incorrecci­ón su programa acaba expulsado del cargo

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