El fin y los medos
Los medos eran un pueblo bárbaro que vivía en la anarquía más completa. Cada cual luchaba por la estricta satisfacción de sus intereses, alimentando la guerra perpetua de todos contra todos. El estado de naturaleza tenía sus ventajas, por ejemplo una ausencia total de politólogos, pero también sus inconvenientes: cuando alguien se sentía víctima de una injusticia, no podía aspirar a que ningún árbitro reconociera su condición de perjudicado ni obligara a su reparación. Se limitaba a aguardar el momento de la venganza, si los dioses se la concedían.
En aquel caos, cuenta Heródoto, un paisano empezó a conducirse de otra forma. Obraba sin calcular el beneficio propio de sus acciones, atendiendo únicamente a la voz de su conciencia, y aquello causó gran escándalo en la tribu. Era precisamente el efecto político que perseguía nuestro justo, un hombre ambicioso que deseaba gobernar sobre sus iguales y que descubrió en la ética individual el camino más recto a la conquista de la autoridad. Fue quizá la mejor campaña electoral de la historia, platónica y maquiavélica a la vez, unidas en la misma estrategia la eficacia y la decencia. Atraídos por su fama de ecuanimidad, los medos acudían a él para que les hiciera justicia y respetaban sus veredictos. Pero creció tanto la afluencia de agraviados que nuestro hombre inauguró el histórico problema de la conciliación. Tuvo que dejar de recibir a litigantes porque, alegaba, él también debía ocuparse alguna vez de sus asuntos. Entonces los medos, para liberarlo de prosaicas ocupaciones personales, lo proclamaron rey. Y revistieron su majestad de atributos excepcionales, incluyendo una corte de servidores, una policía que debía hacer efectivas sus sentencias y suponemos que también un coche oficial. Él, naturalmente, se dejó hacer. Y añadió la coerción a la legitimidad de su poder. Dice Heródoto que fue así como nació la monarquía. Pero lo que había nacido en realidad era el Estado.
Alexandre Kojève toma este episodio más o menos legendario para reivindicar la necesidad de fundar en el ideal moral la autoridad humana. El Estado que se apoye exclusivamente en la fuerza, vaticina Kojève, terminará perdiendo la autoridad y desapareciendo. El populista que hace de la incorrección su programa acaba expulsado del cargo. El Gobierno que exhibe a diario la cínica traición de sus promesas no perdurará sin recurrir al despotismo. Solo la monarquía que observe una ejemplaridad tajante prevalecerá. El fin justificó a los medos, pero nunca justifica los medios.
El populista que hace de la incorrección su programa acaba expulsado del cargo