No es noticia
La legislación educativa es un género literario muy sufrido, que admite casi cualquier cosa: arranques líricos, arengas patrióticas, adornos de psicología infantil y la más pastosa escritura administrativa. Sirve de ejemplo nuestro nuevo artículo tercero, que ofrece todo y lo contrario, promete lo que no se va a cumplir y pide disculpas de antemano, establece obligaciones de una ambigüedad primorosa (por ejemplo: “será responsabilidad del Estado concientizar sobre la importancia” de la educación inicial) y propósitos deslumbrantes (“la educación… luchará contra la ignorancia”); lo demás, es un florilegio de amor, respeto, libertades, justicia, honestidad, fraternidad, democracia, convivencia, pluralidad, todo pleno, equitativo, integral y garantizado.
En México como en cualquier parte, reformar la educación es complicado, polémico y sumamente caro. Y los resultados solo pueden verse muchos años después. En cambio, no hacer nada es sencillo, plausible y barato. En realidad, a nadie le importa. Los maestros son una fuerza política con la que hay que contar, pero la educación es otra cosa: lo que no se hace, no se nota. Y las consecuencias tardan también bastantes años, y les toca a otros lidiar con ellas.
RevisarlasestadísticaseducativasdelaOCDEesun ejercicio un poco deprimente. Entre los pocos atractivosquetieneestáverencadacuadrosiMéxicoaparece último o penúltimo, porque a veces Colombia está por debajo. El gasto por estudiante, por ejemplo, es en México una tercera parte del promedio, y además ha venido disminuyendo desde 2007. Pero siempre se puede ir más lejos: informa Coneval que el presupuesto de los programas de educación tendrá el año que viene una disminución de 4.6 por ciento. Si se miran los resultados es peor: más de la mitad de los estudiantes de secundaria no sabe leer —y no aprende después. O sea, que es mejor no mirar los resultados, que es lo que hacelaclasepolítica.Ytaparlarealidadconuneslogan.
En las portadas de la prensa aparecen normalmente las catástrofes. En estos días, las inundaciones en el sureste, asesinatos, el aumento del desempleo. No la educación. Puesto en términos muy simples: los niños no están aprendiendo ni siquiera a leer, no digamos ya el programa absurdo incluido en el artículo tercero (matemáticas, lecto-escritura, literacidad, historia, geografía, civismo, filosofía, tecnología, innovación, lenguas indígenas, lenguas extranjeras, artes, música, deporte). Es acaso el mayor desastre que tocará vivir a varias generaciones, y lo veremos pasar sin que nadie siquiera pregunte nada. No es noticia.
La miseria de nuestro sistema educativo, este que aplaude la Constitución, garantiza la reproducción de la desigualdad hasta donde alcanza la vista. Por cierto: laeducaciónprivadanoesmejor,peroquienespueden pagarla saben que el futuro de sus hijos no depende de la educación —esa es la tragedia. La epidemia ofrecía unararaoportunidadparacambiarlasreglasdejuego, y sacar a la educación del marasmo. Pero no. Adoptamos la solución más absurda. Y la tecnología, que podría haber servido para reducir la desigualdad, contribuirá a aumentarla.