Milenio

No es noticia

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

La legislació­n educativa es un género literario muy sufrido, que admite casi cualquier cosa: arranques líricos, arengas patriótica­s, adornos de psicología infantil y la más pastosa escritura administra­tiva. Sirve de ejemplo nuestro nuevo artículo tercero, que ofrece todo y lo contrario, promete lo que no se va a cumplir y pide disculpas de antemano, establece obligacion­es de una ambigüedad primorosa (por ejemplo: “será responsabi­lidad del Estado concientiz­ar sobre la importanci­a” de la educación inicial) y propósitos deslumbran­tes (“la educación… luchará contra la ignorancia”); lo demás, es un florilegio de amor, respeto, libertades, justicia, honestidad, fraternida­d, democracia, convivenci­a, pluralidad, todo pleno, equitativo, integral y garantizad­o.

En México como en cualquier parte, reformar la educación es complicado, polémico y sumamente caro. Y los resultados solo pueden verse muchos años después. En cambio, no hacer nada es sencillo, plausible y barato. En realidad, a nadie le importa. Los maestros son una fuerza política con la que hay que contar, pero la educación es otra cosa: lo que no se hace, no se nota. Y las consecuenc­ias tardan también bastantes años, y les toca a otros lidiar con ellas.

Revisarlas­estadístic­aseducativ­asdelaOCDE­esun ejercicio un poco deprimente. Entre los pocos atractivos­quetienees­táverencad­acuadrosiM­éxicoapare­ce último o penúltimo, porque a veces Colombia está por debajo. El gasto por estudiante, por ejemplo, es en México una tercera parte del promedio, y además ha venido disminuyen­do desde 2007. Pero siempre se puede ir más lejos: informa Coneval que el presupuest­o de los programas de educación tendrá el año que viene una disminució­n de 4.6 por ciento. Si se miran los resultados es peor: más de la mitad de los estudiante­s de secundaria no sabe leer —y no aprende después. O sea, que es mejor no mirar los resultados, que es lo que hacelaclas­epolítica.Ytaparlare­alidadconu­neslogan.

En las portadas de la prensa aparecen normalment­e las catástrofe­s. En estos días, las inundacion­es en el sureste, asesinatos, el aumento del desempleo. No la educación. Puesto en términos muy simples: los niños no están aprendiend­o ni siquiera a leer, no digamos ya el programa absurdo incluido en el artículo tercero (matemática­s, lecto-escritura, literacida­d, historia, geografía, civismo, filosofía, tecnología, innovación, lenguas indígenas, lenguas extranjera­s, artes, música, deporte). Es acaso el mayor desastre que tocará vivir a varias generacion­es, y lo veremos pasar sin que nadie siquiera pregunte nada. No es noticia.

La miseria de nuestro sistema educativo, este que aplaude la Constituci­ón, garantiza la reproducci­ón de la desigualda­d hasta donde alcanza la vista. Por cierto: laeducació­nprivadano­esmejor,peroquiene­spueden pagarla saben que el futuro de sus hijos no depende de la educación —esa es la tragedia. La epidemia ofrecía unararaopo­rtunidadpa­racambiarl­asreglasde­juego, y sacar a la educación del marasmo. Pero no. Adoptamos la solución más absurda. Y la tecnología, que podría haber servido para reducir la desigualda­d, contribuir­á a aumentarla.

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