Zanjas
Han puesto zanjas en la carretera de Coalcomán y Tepalcatepec, en el convulsivo estado de Michoacán. Son excavaciones que se extienden a lo ancho de la vía y fueron hechas al amparo de tractores, picos, palas y manos.
En las comunidades aledañas a la Limonera y Pinolapa han pensado que son lo bastante profundas como para impedir el paso de las pedestres camionetas blindadas, las trocas artilladas con fúsiles, los convoyes de los sicarios del crimen con su perturbador zumbido de terror y ultraje.
En uno de esos socavones que alcanzo a mirar en el diario El Financiero (16/11/20) no hay rastros de humanos ni de animales. Desde el obturador de la cámara donde fue tomada esa instantánea se retrata un camino herido, partido en dos, terriblemente desolado. La imagen, me parece, es devastadora. Como si todos hubieran huido de ahí o como si los pocos que se quedaron estuvieran agazapados, temerosos, entre el follaje y los arbustos de las laderas de la autovía violentada por la oquedad. Si se mira hacia el fondo de la imagen, la desolación no tiene fin. Una línea amarilla, en el centro de la carretera, se interrumpe justo en la zanja y la parte en dos continentes emocionales: esa angustiosa sensación de estar en medio de tierra de nadie, sin ley. Esa angustiosa sensación de sentirse desprotegido.
Las zanjas son una de las decisiones más desesperadas —quizá de las últimas— para evitar el avance de esas caravanas de muerte y destrucción. Pero ese camino también es su ruta de tránsito. La vía para llevar y traer mercancías, víveres, noticias, saludos. Y no se sabe si pretenden cerrar el paso a todo ello, desesperados, o lo hacen para aislarse por completo como un acto suicida y colectivo.
Me detengo en las justificaciones ofrecidas por los habitantes de esas comunidades laceradas. Hay hartazgo, miedo, desesperanza. Solo en las dos últimas semanas se ha incrementado el asedio de los cárteles. Incendian coches, balean a su paso, destruyen sembradíos, violentan a familiares. Culpan al temido Cártel Jalisco Nueva Generación, o a los residuos de la Familia Michoacana, o a Cárteles Unidos, o directamente a El Mencho o a un tal Negrito. Son los señalados de siempre. La impunidad vieja. Es el hartazgo de años, la terrible tragedia de vivir en la disputa por el control de “la plaza”, su propia tierra, diseñada por los criminales como “estratégica para el tráfico de drogas”. Pero también es el hartazgo por la incapacidad de las autoridades para defenderlos. Ni policías municipales, ni Ejércitos, ni Guardias Nacionales. Es la Cuarta Transformación que no termina por llegar. Es la defraudación y el Estado fallido de un gobernador con nombre y apellido: Silvano Aureoles.
Hay datos que alimentan el desánimo. Michoacán es uno de las cinco entidades más violentas. El quinto con el mayor número de homicidios en el primer semestre de 2020. Michoacán, el tercer lugar con más personas desplazadas de sus comunidades motivadas por la violencia criminal organizada e impune. Michoacán, con un vergonzoso registro de más de 44 mil personas desaparecidas.
En Michoacán se libra una desgarradora batalla por la supervivencia en medio de una disputa casi fratricida. Lo llevan haciendo desde hace muchos años de modo que es más probable que se acaben matando entre sí a que les llegue ayuda o la mínima garantía de protección. La indiferencia gubernamental y la nuestra propia es la mejor medida de esta zanjada certeza.