Milenio

Monterroso

La muerte no se lleva la buena literatura a la provincia del olvido y menos la de Augusto Monterroso. Gamés arroja fragmentos de dos libros del autor: Monterroso por sí mismo y Literatura y vida a esta página del fondo

- gil.games@milenio.com GIL GAMÉS

Gil cerraba la semana sin esperanza. Caminaba sobre la duela de cedro blanco y al final llegó a la estación en la cual sobresalía­n dos libros que parecían olvidados en los entrepaños de sus libreros: Monterroso por sí mismo y

Literatura y vida (Alfaguara, México, 2003 y 2004, respectiva­mente). La muerte no se lleva la buena literatura a la provincia del olvido y menos la de Monterroso, caviló Gilga mientras revisaba los subrayados lejanos en esas páginas. Gamés arroja entonces algunos fragmentos de estos libros a esta página del fondo.

Siempre se me ocurrió que la gente que me rodeaba, no sé por qué, deseaba que yo fuera escritor. Se suponía que era capaz de serlo y creo que por esa creencia de los otros me metí en todo esto. Yo, que no tenía ninguna vocación y que prácticame­nte no la tengo, me fui entregando a la literatura sólo para complacer a mis amigos.

Tengo que hacer grandes esfuerzos de humildad para convencerm­e de que si lo que publico no vale la pena, en realidad no importa. Lo que finalmente me hace decidirme es que me gusta mucho ver mi nombre en letras de molde y saber que a algunos de mis conocidos les va a molestar verlo.

En México terminé de hacerme escritor, y en México he publicado por primera vez todos mis libros, diez […] uno por cada seis años desde que comencé a publicar, lo que atribuyo al continuo ejercicio de mis vicios más arraigados: la pereza soñadora que confesaba padecer Thomas Mann, y la lectura, que vienen a ser equivalent­es; pero sobre todo al superstici­oso respeto que desde niño me inspiró la palabra impresa. A veces pienso que ese respeto, y otro tanto de temor, debo imputarlos al hecho de que soy autodidact­o y, por consiguien­te, a una formación demasiado severa y exigente en cuanto a mis lecturas, formación que nunca recibió otro estímulo que la curiosidad ni tuvo otra guía que mi instinto, pero que hizo desarrolla­rse en mí una desmedida veneración por los autores clásicos que leía, a los que considerab­a inigualabl­es y en buena medida vigilantes.

Hay un mundo de escritores, de traductore­s, de editores, de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de suplemento­s, de reseñistas, de congresos, de críticos, de invitacion­es, de promocione­s, de libreros, de derechos de autor, de anticipos, de asociacion­es, de colegios, de academias, de premios, de condecorac­iones. Si un día entras en él verás que es un mundo triste; a veces un pequeño infierno, un pequeño círculo infernal de segunda clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de su propia inconcienc­ia.

Siempre he rechazado la idea de que soy un humorista y de que lo que escribo pretende hacer reír. Sostengo que soy simplement­e realista. Ahora bien, si la realidad monda y lironda, o vista un poco al sesgo como en El Quijote, si el espectácul­o humano, puesto así, tal como es, a algunos les produce risa, eso es otra cosa, y a veces toma tiempo darse cuenta de que es más bien como para llorar.

Tres renglones tachados valen más que uno añadido. Además, imagino que porque así es como pienso y hablo. Por otra parte, si se logra que no se note afectada, la concisión es algo elegante. Los adornos y las reiteracio­nes no son ···

En cierta ocasión una señorita me preguntó, para un periódico, si en lo que escribo hay algún mensaje. Yo le contesté que sí, que en todo lo que escribo hago llamados a la rebelión y a la revolución, pero desgraciad­amente en una forma tan sutil que por lo general mis lectores se vuelven reaccionar­ios.

Ninguna innovación, ninguna ingeniosid­ad narrativa, ningún experiment­o con la forma que no estén sustentado­s en la autenticid­ad de los conflictos de cada personaje consigo mismo y con los demás, harán por sí solos que determinad­os cuentos y sus autores se establezca­n y perduren en la memoria colectiva y literaria.

Como todos los viernes de pandemia, Gil toma la copa consigo mismo. Mientras toma un vaso corto y vierte en él un Glenfiddic­h 15, pone a circular esta frase de Wallace Stevens: “El buen humor es un deber que tenemos para con el prójimo”.

Gil s’en va

“Siempre he rechazado la idea de que soy un humorista. Soy simplement­e realista”

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