Milenio

Suave, que me estás matando

- ARCADI ESPADA

La autoridad insiste en la desescalad­a suave. A ver si la Navidad del 2022 podemos celebrarla normalment­e. Un burócrata catalán, pleonasmo, dice que está bien que el toque de queda se prolongue, porque así cenamos como la gente civilizada –civilizada se atreve a decir el sedicioso Argimón–, a las ocho de la noche. Las escasas personas racionales de este país abominable se preguntan cuándo acabará la obligación, no avalada por estudio científico alguno, de llevar mascarilla al aire libre. Una superstici­ón en absoluto distinta a las flores de Bach o a la homeopatía y que como todas las superstici­ones tienen seguidores capaces de llevar a la hoguera al infiel, en este caso al que descubren en las calles con la cara descubiert­a. No hay un solo país donde el uso de la mascarilla a la intemperie se haya convertido, como aquí, en una forma ilusoria de blindaje profilácti­co y un intolerabl­e modo de intimidaci­ón por parte de la peor autoridad, que es la del pueblo ciego.

La pandemia, sus escaladas y desescalad­as, tienen una caracterís­tica interesant­e, que ha sido poco subrayada. Las decisiones que llevarán a la miseria a cientos de miles las han tomado siempre personas que tienen la integridad de su sueldo asegurado, es decir, que viven bajo una forma u otra de funcionari­ado. Todas responden al modelo descrito por Taleb en su libro Jugarse la piel: «Si las decisiones más importante­s no las toma la gente que sufre las consecuenc­ias de sus actos, el mundo es cada vez más vulnerable a un colapso sistémico». Como en cualquier otra zona de la gestión de la pandemia, España también ostenta ahí un orgulloso liderazgo: esos funcionari­os que toman decisiones no solo han visto su sueldo garantizad­o, sino que, insólitame­nte, ha aumentado.

La parsimonia con que los burócratas gestionan la vuelta a la vida de millones de personas se refleja asimismo en el humillante confort con que tramitan su fracaso en la distribuci­ón de las vacunas. Estoy dispuesto a reconocer que abrir los bares aumente en alguna medida el riesgo al virus. Al fin y al cabo la felicidad siempre limita con la enfermedad. Pero solo lo haré cuando la autoridad reconozca que su criminal incompeten­cia vacunatori­a aumenta exponencia­lmente ese riesgo. Y sin una lágrima de felicidad a cambio. No se quiten la mascarilla. Lamentaría que me hubiesen

olor._ interpreta­do mal. Las ciudades están cerradas, muertas; pero las calles están infestadas de burócratas que vigilan el cumplimien­to de sus instruccio­nes. Es verdad que la mascarilla no les salvará de la alta concentrac­ión vírica que expelen. Pero al menos apaciguará el

No se quiten la mascarilla, lamentaría que me hubiesen interpreta­do mal

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