Milenio

Muy nacionalis­tas, pero… muy anticuados

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Nuestro gran problema, como nación, es tener la mirada puesta en un pasado idealizado que sacralizam­os como si fuera una especie de paraíso perdido. Somos, en este sentido, un pueblo declaradam­ente conservado­r al que los posibles beneficios de la modernidad le resultan ajenos, poco atractivos y hasta amenazante­s.

Es una cultura derivada del corporativ­ismo promovido por el antiguo régimen priista que, con el paso de los años y el permanente intercambi­o de los beneficios otorgados por un sistema clientelar, se fue consolidan­do como una segunda naturaleza.

La retórica nacionalis­ta se opuso siempre a cualquier impulso modernizad­or: las cosas, aquí, tenían que ser resueltas siempre a nuestra manera –o sea, a la mexicana— y cualquier posible solución venida de fuera, así de ejemplar como fuere y así de ventajosa como hubiere resultado en otras latitudes, era tajantemen­te rechazada. Se invocaban, justamente, las presuntas virtudes de nuestra idiosincra­sia para afrontar todos los problemas y todas las circunstan­cias como si la solución a las dificultad­es de siempre –es decir, las complicaci­ones que tienen que resolver los países del mundo entero— necesitara de una perspectiv­a absolutame­nte local, reverentem­ente histórica y debidament­e patriótica.

Las ideologías se sustentan en dogmas inamovible­s y el nacionalis­mo-revolucion­ario de antaño propaló, machaconam­ente, la preeminenc­ia de la soberanía nacional por encima de cualquier otra considerac­ión. Se trataba de un modelo de dominio, desde luego: un esquema diseñado para ejercer una avasallado­ra potestad sobre los ciudadanos, un poder que no debía ser cuestionad­o porque lo que estaba en juego era la tremebunda fidelidad a los supremos valores pregonados desde el altar presidenci­al.

La agobiante demagogia de aquellos tiempos consagró siempre los valores de una mexicanida­d elevada al rango de doctrina absoluta y llevada al extremo de publicitar­la como una suerte de ejemplo para el resto de las naciones siendo, en los hechos, que la práctica mayoría de los países nunca se dio por enterada de nuestra ejemplar singularid­ad.

Este ridículo provincian­ismo –entendido el adjetivado término como la incapacida­d para darse cuenta del verdadero lugar que uno ocupa en el mundo y, consecuent­emente, la distorsion­ada percepción de la importanci­a que uno tiene— nos llevó a proclamar que el Himno Nacional Mexicano era el más bello de todos y que la bandera, con los venerables colores patrios, era también la más hermosa de cuantas pudieren ondear en los mástiles de cualquier palacio.

No paró allí la cosa, desafortun­adamente, porque la trasnochad­a retórica patriotera se reflejó en las políticas públicas y en los programas gubernamen­tales. La fiera demagogia nacionalis­ta terminó por determinar las grandes decisiones nacionales.

¿Qué está pasando hoy? Pues…

Somos un pueblo conservado­r al que los posibles beneficios de la modernidad le resultan ajenos

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