Muy nacionalistas, pero… muy anticuados
Nuestro gran problema, como nación, es tener la mirada puesta en un pasado idealizado que sacralizamos como si fuera una especie de paraíso perdido. Somos, en este sentido, un pueblo declaradamente conservador al que los posibles beneficios de la modernidad le resultan ajenos, poco atractivos y hasta amenazantes.
Es una cultura derivada del corporativismo promovido por el antiguo régimen priista que, con el paso de los años y el permanente intercambio de los beneficios otorgados por un sistema clientelar, se fue consolidando como una segunda naturaleza.
La retórica nacionalista se opuso siempre a cualquier impulso modernizador: las cosas, aquí, tenían que ser resueltas siempre a nuestra manera –o sea, a la mexicana— y cualquier posible solución venida de fuera, así de ejemplar como fuere y así de ventajosa como hubiere resultado en otras latitudes, era tajantemente rechazada. Se invocaban, justamente, las presuntas virtudes de nuestra idiosincrasia para afrontar todos los problemas y todas las circunstancias como si la solución a las dificultades de siempre –es decir, las complicaciones que tienen que resolver los países del mundo entero— necesitara de una perspectiva absolutamente local, reverentemente histórica y debidamente patriótica.
Las ideologías se sustentan en dogmas inamovibles y el nacionalismo-revolucionario de antaño propaló, machaconamente, la preeminencia de la soberanía nacional por encima de cualquier otra consideración. Se trataba de un modelo de dominio, desde luego: un esquema diseñado para ejercer una avasalladora potestad sobre los ciudadanos, un poder que no debía ser cuestionado porque lo que estaba en juego era la tremebunda fidelidad a los supremos valores pregonados desde el altar presidencial.
La agobiante demagogia de aquellos tiempos consagró siempre los valores de una mexicanidad elevada al rango de doctrina absoluta y llevada al extremo de publicitarla como una suerte de ejemplo para el resto de las naciones siendo, en los hechos, que la práctica mayoría de los países nunca se dio por enterada de nuestra ejemplar singularidad.
Este ridículo provincianismo –entendido el adjetivado término como la incapacidad para darse cuenta del verdadero lugar que uno ocupa en el mundo y, consecuentemente, la distorsionada percepción de la importancia que uno tiene— nos llevó a proclamar que el Himno Nacional Mexicano era el más bello de todos y que la bandera, con los venerables colores patrios, era también la más hermosa de cuantas pudieren ondear en los mástiles de cualquier palacio.
No paró allí la cosa, desafortunadamente, porque la trasnochada retórica patriotera se reflejó en las políticas públicas y en los programas gubernamentales. La fiera demagogia nacionalista terminó por determinar las grandes decisiones nacionales.
¿Qué está pasando hoy? Pues…
Somos un pueblo conservador al que los posibles beneficios de la modernidad le resultan ajenos