El que no corre, no gana
Hubo una época donde el verbo “correr” fue señalado por los protectores del buen juego como una tarea incompatible con el talento. Correr era una obligación, un deber, un sacrificio y hasta un martirio para aquellos equipos, jugadores y entrenadores, que se entregaban al trato de balón como recurso único.
Así, fue estigmatizada una clase de futbolistas denominados atletas o correlones; y ya lo sabemos, nadie paga un boleto para ver un futbolista correr, se paga para verlo jugar.
El futbol no es atletismo, ni una carrera de fondo -decían-, quienes defendían que, para jugarlo bien, era indispensable correr lo mínimo: que corra la pelota o que corra el rival que no sabe jugar la pelota; aseguraban. Pero el fondo físico, más fácil de adquirir que los fundamentos del juego, fue ganando terreno al talento natural. De pronto, los grandes equipos llenaron sus campos de jugadores con una enorme disposición para ir y venir, bajar y subir, apretar, marcar, presionar; es decir: correr, correr y correr.
El futbol transitó por ese camino en el que, sin demeritar las capacidades atléticas, se volvió ordinario. Desde luego siguieron existiendo jugadores cuya agudeza para interpretar las condiciones establecidas destacaban por encima del resto, aunque eran vistos como una alteración del severo sistema de juego. Pero como sucede con todo proceso evolutivo, alguien se adaptó mejor que los demás y entonces correr, dejó de ser un tormento para convertirse en una herramienta que multiplicaba al talento.
Ningún entrenador explicó, interpretó y aplicó mejor el verbo “correr”, que Guardiola: el que no corría, no jugaba, y si Messi, que era el que mejor jugaba, también era el que más corría, entonces correrían todos. Para recuperar la pelota había que correr y para mantener la pelota, seguir corriendo para ofrecer múltiples opciones de pase al compañero. Hoy, equipo que no corre, no gana.
Nadie paga un boleto para ver un futbolista correr, se paga para verlo jugar