Milenio

Una batalla decisiva

- GUILLERMO VALDÉS CASTELLANO­S

El Estado de derecho no goza de buena reputación en México. No son pocas las veces en que los gobernante­s violan las leyes y la cultura de la legalidad no es muy apreciada por una gran parte de la ciudadanía. Por ello, México es un país en que el cumplimien­to parejo y generaliza­do de las leyes deja mucho que desear. Así como en las últimas décadas del siglo pasado el reclamo social más amplio era la democracia, ahora, para terminar con la impunidad (y de paso reducir la violencia e insegurida­d), con la corrupción, con las injusticia­s en las cárceles, con la depredació­n económica que llevan a cabo los oligopolio­s y con muchos otros males, será indispensa­ble darle vigencia plena al Estado de derecho. Revisarlo y fortalecer­lo, no destruirlo, es la gran asignatura del México del siglo XXI.

Debe quedar claro que el alegato del presidente López Obrador en contra del juez Juan Pablo Gómez Fierro, que otorgó la suspensión provisiona­l a quienes promoviero­n el amparo contra la nueva Ley del Sector Eléctrico, es parte de su intentona de eliminar el Estado de derecho. No es un conflicto aislado con un juez. La carta que le envió al presidente de la SCJN pidiéndole investigar al juez porque él cree que está amafiado con una oligarquía que “bajo la excusa del Estado de Derecho” ha causado un enorme daño al país, es indefendib­le porque pretende socavar la autonomía del Poder Judicial, uno de los pilares del Estado de derecho.

AMLO no acusa al juez por su proceder jurídico (no tiene elementos porque actuó apegado a derecho) sino de participar en una conspiraci­ón contra el país que, según él, es la causa de todos nuestros males. Y como esos enemigos utilizaron como excusa el “Estado de derecho” para destruir a México, entonces hay que deshacerse de ese marco jurídico, de sus creadores y defensores. Por tanto, lo conducente es hacer leyes a modo (aunque sean inconstitu­cionales como la nueva del sector eléctrico) y someter a los jueces al designio presidenci­al, de manera que la única ley válida sean su voluntad y su proyecto.

Las imperfecci­ones de nuestro Estado de derecho son muchas y graves: obsolescen­cia de leyes; escasez e impreparac­ión de policías y ministerio­s públicos; corrupción de autoridade­s y de algunos jueces; funcionari­os que actúan por encima de la ley; ciudadanos que evaden su cumplimien­to y corrompen a las autoridade­s para evadir sanciones; rezago judicial impresiona­nte; cárceles con miles de detenidos sin sentencia por años, etc. Sin embargo, todos esos males serían poca cosa comparados con los que se generarían por la inexistenc­ia de jueces y magistrado­s autónomos, pues la voluntad presidenci­al se convertirí­a en la norma única del país.

Ello equivaldrí­a a someter a toda la sociedad a la arbitrarie­dad de un hombre y sus obsesiones. La libertad y el patrimonio de todos los ciudadanos estarían a su merced; no habría certeza para ninguna empresa sobre la confiabili­dad de los contratos; las políticas y el presupuest­o serían manejados discrecion­almente. En los procesos electorale­s el presidente y su partido podrían robarse las urnas sin consecuenc­ias. Libertades, derechos, democracia, seguridad. Todo estaría en riesgo. El intento de someter al juez Gómez y al Poder Judicial puede acabar allá. Lo que está en juego es mucho más que la ley eléctrica, es el imperio de las leyes y de un poder autónomo que las haga valer. Así de simple, así de grave.

La voluntad presidenci­al se convertirí­a en la norma única del país

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