La disidencia
Hablábamos la semana anterior de las bondades de cultivar una zona de silencio para combatir el estruendo del siglo XXI. Un espacio mental, lejos del ruido, donde podamos hilar nuestros propios pensamientos, y no los que importamos permanentemente de la pantalla.
Cultivar ese silencio es un acto de disidencia, como nos enseña el quietismo que practicaban los místicos españoles alrededor del siglo XVI. El quietista es una persona que ha logrado el silencio interior, precisamente como lo hacía don Juan Matus cuando suspendía el diálogo interno, o Demócrito de Abdera, que con el mismo fin se quedaba quieto en un rincón de su cabaña.
Los místicos quietistas veían a Dios en ese silencio, mientras que el quietista descreído de este milenio, utiliza ese mismo silencio para encontrarse a sí mismo. La idea es que ese silencio, ese vacío, se llena siempre de algo fundamental.
Cada quien sabrá cómo consigue ese espacio de silencio ,¿ concentración ?,¿ respiración ?,¿ contemplación?; el caso es que quien lo consigue no necesita de nadie más, se desengancha de su comunidad, de la sociedad, del Estado, del sistema; por esto el quietista es un disidente,un subversivo, un rebelde, es decir: un peligro para el rebaño; su autonomía radical es una afrenta.
Tan es así que Bernardino de Laredo, místico español del siglo XVI, fue incluido, por su quietismo, en el índice de la inquisición. Que Laredo buscara a Dios con su quietismo es lo de menos, se le castigaba por su rabiosa individualidad, por pensar fuera del sistema. ¿Pensar?, sí: en ese vacío salen a flote los pensamientos que nunca tenemos.
La inquisición perseguía al quietista de la misma forma en la que el poder persigue a quien piensa fuera del sistema. Antes que el quieto que piensa, el poder prefiere al inquieto que consume lo que el sistema ha pensado por él.
“El hombre cuando calla piensa en sus caminos”, decía Buenaventura, otro místico. O dicho de otra forma: cada vez que no piensas por ti mismo, alguien está pensando por ti.