Crímenes fabricados desde el Estado
Tengo ya varios años escandalizado por la impunidad con que la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (Seido) ha fabricado delitos en contra de varios cientos, acaso miles, de personas inocentes.
Esta semana, el expediente de Israel Vallarta Cisneros atrajo los reflectores, pero de ninguna manera es un caso aislado. A Vallarta y Florence Cassez les destrozó la vida una maquinaria especializada en destrozarle la vida a muchas ciudadanas y ciudadanos que no lo merecían.
Aparecen como principales responsables del montaje de Las Chinitas —rancho donde falsamente detuvieron a Vallarta y a Cassez el viernes 9 de diciembre de 2005— el entonces director de la Agencia Federal de Investigación (AFI), Genaro García Luna, y su segundo en el mando, Luis Cárdenas Palomino.
Sin retirar un solo gramo de la responsabilidad que pesa sobre estos ex funcionarios, hay que decir que la policía de investigación contribuyó solamente con algunas de las piezas necesarias para la fabricación.
Ni Cassez ni Vallarta habrían podido ser detenidos sin una orden de presentación del Ministerio Público, tampoco habrían sido arraigados sin la instrucción de un juez, mucho menos habría prosperado la averiguación previa ni la consignación, sin la intervención de la Procuraduría General de la República (PGR) o los operadores del Poder Judicial de la Federación.
Colocar toda la responsabilidad únicamente en dos individuos, por más corruptos que hayan sido y por más abusos de poder que hayan cometido, no libera de su complicidad a otros agentes.
Sobresalen, entre ellos, el entonces subprocurador de la Siedo, el difunto José Luis Santiago Vasconcelos, el fiscal anti-secuestros de la época, Jorge Rosas García, así como los Ministerios Públicos Rodrigo Archundia Barrientos y Fermín Ubaldo Cruz.
Con tal de que los policías de la AFI pudieran producir el montaje en el rancho Las Chinitas, estos sujetos tuvieron que haber instruido a García Luna y luego debieron esconder las huellas de la presumible fabricación para convencer al juez de que arraigara a Cassez y Vallarta.
Estos nombres son clave porque resulta que, en muchos otros casos similares —en cuyo elenco se encuentran personas igualmente inocentes, pero que no han logrado atraer la atención del ojo público— operaron de manera similar.
Es decir que detuvieron a los presuntos responsables de haber cometido delitos de delincuencia organizada, para luego conducirles aunacasadeseguridaddondeseles torturóconelobjetodeobteneruna confesión, antes de tomarles formalmenteladeclaraciónenlaPGR.
Ocurre también que los familiares de los supuestos victimarios sean detenidos con el propósito de asegurar que los inculpados no se retracten de sus primeras declaraciones.
Hay casos de mujeres que vieron morir a su pareja, mientras los torturaban a ambos. Los hay también que incluyen a niñas y niños como víctimas de la extorsión ejercida para obtener testimonios acusatorios.
La complicidad en la fabricación de culpables no puede funcionar sin los jueces y en prácticamente todos los casos indigna la negligencia judicial para revisar los expedientes.
Poco suele importar a los juzgadores que los testimonios sean rematadamente contradictorios entre sí, que la evidencia no coincida con la hipótesis criminal, o que haya pruebas abundantes de descargo —exculpatorias—, las cuales, de considerarse, obligarían a dejar en libertad a las personas inculpadas.
Las prisiones mexicanas están pobladas por falsos culpables que han extraviado muchos años de su vida, no tanto por la pereza de los jueces para dictar una sentencia, sino porque no se atreven a pagar el costo político de liberar a una persona que la Seido ya juzgó como criminal y, muchas de las veces, que los medios condenaron de manera inapelable.
Esta es la razón por la que tantas personas se hayan recluidas, en prisión preventiva, durante 10, 15 y hasta 20 años.
Mujeres y hombres que han padecido lo indecible a partir de las instituciones, los medios y la sociedad civil