Milenio

Aeropuerto de Toluca

Ilesas, nueve personas tras aterrizaje de emergencia

- MARIO C. RODRÍGUEZ

Ya con Merino en brazos, desde el alivio de tenerlo a salvo, la mujer soltó el primer reproche

El perro escapó de la casa a las 11 y media de la noche. Aprovechó que el hombre con quien vive abrió la puerta de entrada para salir corriendo y bajar por Zacatépetl con dirección Bosque de Tlalpan. El hombre gritó “¡se escapó Merino!”, y salió tras él en pijama. Un minuto después, de la casa salió una mujer en bata blanca. Volteó a derecha e izquierda, agitada, y se dirigió hacia el lugar donde, a lo lejos, vio una figura humana. No había coches e intermiten­tes rachas de viento tibio agitaban las lechosas luces de las farolas de un lado al otro en un arrítmico vaivén que sobre el pavimento distorsion­aba sombras de árboles y fachadas. La mujer alcanzó al hombre en la esquina de Santa Teresa, al lado del Colegio de Ingenieros, y le preguntó: “¿Dónde está?”.

“No tengo ni puta idea”.

“Tú ve por allá”, dijo ella mientras señalaba Insurgente­s, que al fondo se vislumbrab­a como un difuso panorama urbano con tren rojo de Metrobús estacionad­o, “y yo por allá”, pero apuntar ya no fue necesario: tres ladridos (dos agudos y cortos; uno grave suspendido) guiaron los pasos de la pareja hacia un camellón donde encontraro­n a Merino (blanco, peludo, pequeño y su placa verde de identifica­ción con forma de hueso tintineand­o en el cuello) al lado de un mediano perro gris, que cuando vio a las personas se escondió entre arbustos.

“¿Por qué abriste la puerta de entrada?, ¿qué hacías afuera?”.

Ya con Merino en brazos, desde el alivio de tenerlo a salvo con ella, la mujer soltó el primer reproche y la respuesta de él fue primero poética: “Quería ver la luna” y luego confrontat­iva: “Pero si Merino pudo escapar es porque tú tenías la puerta del cuarto abierta”.

Ella se defendió con un argumento de higiene: “Salí al baño para lavarme los dientes”.

Y de pronto ambos brincaron del susto porque el perro gris salió abruptamen­te de los arbustos.

Lo que después aconteció fue la consagraci­ón de una amistad a primera vista:

Merino, contento, movió el rabo y a cada paso que ella daba con Merino en brazos, el perro gris los seguía a corta distancia. El hombre intentó ahuyentarl­o débilmente con un “úshcale” desganado, pero dejó de insistir y cuando regresaron a su casa, nadie dijo nada y tampoco nadie hizo nada cuando al cerrar la puerta de entrada descubrier­on que el perro gris estaba a su lado.

A la medianoche lo bautizaron. Bajo la intensa luz artificial de la sala percibiero­n, mientras jugaba con Merino a morderse por turnos el cuello, que el nuevo perro constantem­ente adoptaba una lúdica postura en la que entre sus hombros se formaba una protuberan­cia a manera de joroba.

El hombre propuso Cuauhtémoc, pero al final decidieron más entrañable el nombre que sugirió ella: Camello.

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