Milenio

Iván y Félix suman dos

- SANTIAGO GONZÁLEZ

Nadie habríamos previsto a las primeras horas de aquel sábado, hace 10 días, que la crisis que se trabajaba el fraude de La Moncloa iba a extenderse tanto ni a calar tan hondo. Los analistas más sagaces hablaban de Carmen Calvo. Pero Ábalos, ¿quién podía suponerlo? A posteriori todos somos grandes profetas: aquella noche con Delcy y sus maletas en Barajas, los 53 millones a Plus Ultra y haber contratado como hombre fuerte a Koldo, portero del puticlub Rosalex en Pamplona, para ser nombrado consejero en Renfe. ¿Cómo llegan a hacerse amigos estos dos hombres? Por la habitualid­ad, supongo. Como en tantos lances, el roce hace el cariño.

Pero lo que no podíamos imaginar era lo de Iván Redondo, la sorda lucha que se estaba librando en los interiores de La Moncloa contra quien había sido uno de sus mil subordinad­os, Félix Bolaños.

Redondo era el factótum del Gobierno. Los periodista­s tendimos a ponerle por encima del presidente en la relación orgánico-jerárquica. Esto era demasiado para un gobernante cuyo rasgo más caracterís­tico es la vanidad. Algo debía de temerse Iván cuando acuñó aquella desventura­da imagen del asesor que se tira por un barranco. «Estaré con él hasta el final», añadió, y en eso sí acertaba, porque el final no tenía por qué ser el de los dos al mismo tiempo.

Luego mintió en aquel tarjetón en el que trató de hacernos creer que marchaba por de

cisión propia. No era sólo el fondo, también la forma. Firma con letras mayúsculas, hecho este que uno no había visto en su vida y que constituir­ía por sí solo el tema para un congreso de psicoanali­stas lacanianos.

Mi admirado Álvaro Delgado Gal le dedicó una gran columna, El publicitar­io en la

sombra, donde lo clavó con precisión de miniaturis­ta en el arte que mejor se le daba.

Redondo estaba llamado a triunfar en un tiempo en que la unidad de pensamient­o es el tuit. Él no es un pensador, sino un propagandi­sta, y las tareas del pensamient­o se las asigna a los eslóganes; la comunicaci­ón para el Gobierno no es más que publicidad. Los hechos no tienen nada que ver con la verdad, sostiene este pollo magreando a Faulkner.

Con cuánto más respeto lo invocaba Saza, el inolvidabl­e cabo de la Guardia Civil en Amanece que no es poco, al abroncar a un vecino por haber plagiado Luz de agosto: «¿Es que no sabe que en este pueblo es devoción lo que

hay por Faulkner?». El pensamient­o de Redondo es un cacao extraordin­ariamente ecléctico en el que se dan la mano Spengler y Jean-Claude Van Damme.

Hay un consenso general en la considerac­ión de que Bolaños ha salido más listo y no seré yo quien lo discuta a la luz de los hechos, pero basta con leer la entrevista que ayer le publicaba El País para comprender que viene con los mismos sofismas e idénticas falacias sobre el fallo del TC que su anterior jefe y que todos sus compañeros de Gobierno: el estado de alarma era la herramient­a idónea que nos permitió salvar 450.000 vidas. Vuelve contra la oposición su aprobación del primer estado de alarma, aunque era pura racionalid­ad, por la urgencia, para sustituirl­o por el estado de excepción, que exige el control parlamenta­rio. Al final, chiudere in belleza, «me gustaría que el PP fuera más útil para nuestro país». A uno también le gustaría. Que acertara a echar al sanchismo del Gobierno, por ejemplo.

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