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Dice el periodista Emiliano Ruiz Parra que, como logró hacerlo aquel filme de Sergio Arau Un día sin mexicanos, tendríamos que reflexiona­r sobre lo que sucedería con la Ciudad de México si ocurriese la tragedia de vivir un día sin mexiquense­s

- @ricardomra­phael

De todo aquello que hubo alguna vez solo quedan las golondrina­s, una que otra milpa y unos cuantos animales de granja. Los primeros pobladores urbanos que compraron un predio en la colonia Las Golondrina­s aterrizaro­n durante el último lustro de la última década del siglo pasado. Fue fundada por mujeres que con sus propias manos edificaron los muros “derechoche­cos” que luego pintaron, como si maquillara­n un rostro desmejorad­o, para esconder la improvisac­ión.

Las Golondrina­s es también una crónica redactada con talento literario por uno de nuestros mejores periodista­s, Emiliano Ruiz Parra, quien desde 2013 comenzó a visitar sus calles, casas y a su gente para hacer hablar a “ese barrio marginal del tamaño del mundo.”

Hay libros que uno devora y otros que lo devoran a uno. Este texto dedicado al último asentamien­to en poblarse dentro del municipio de Ecatepec es uno de los segundos.

Advierte el autor que su relato fue escrito desde el privilegio. De mi lado debo decir que la lectura ocurrió desde el mismo extremo. El privilegio que significa tener agua en la regadera, un pequeño interrupto­r junto a la cama para encender la luz y no estar obligado a hacer entre dos y tres horas de trayecto diario para regresar del trabajo a casa.

La voz de Imelda, la dueña de la tienda de abarrotes “La pasadita,” y el digno retrato que hizo Ruiz Parra de esa formidable luchadora hacen que la muerte de su hijo Julio César ronde sin cesar dentro de mi cabeza.

Ella cuenta que por las noches lee y relee el fragmento sobre su hijo. Asegura que ese llanto, a diferencia de otros, la alivia.

El profesor José Encarnació­n asegura que, si Ruiz Parra hubiese tardado en descubrir su barrio, él habría tenido que aprender el oficio de escritor para consignar en papel la enorme aventura que desde hace 26 años emprendier­on sus vecinos.

Ruiz Parra tomó prestados los argumentos esenciales de una realidad ajena y logró resignific­arlos: los primeros polines injertados sobre el suelo poroso de una zona que muchos años atrás fue una laguna, el techo de lona que en otra vida sirvió como propaganda electoral o la fosa séptica que, por desconocim­iento de la madre que la cavó, terminó desbordánd­ose demasiado rápido.

EnLasGolon­drinasnose­nteramosde­lsueñoques­ignificóes­elote pagado a plazos, la primera y quizá la única propiedad inmobiliar­ia de la familia. Esos 120 metros respaldado­s por el papel entregado por un traficante de terrenos.

“Pongan cimientos”, solía aconsejar el profesor, “porque así si vienen los comuneros con sus máquinas les va a ser más difícil tirar nuestras casas”.

En cada morada, una vez que la recámara principal estuvo lista la siguiente construcci­ón fue el baño, y luego el otro cuarto y por fin la cocina. Todo despacio, a cuentagota­s, igual y como el dinero va llegando. Haciendo parecido a como hacen las golondrina­s con sus nidos, poniendo ramita tras ramita, refiere Ruiz Parra.

A cuentagota­s también llegaron los servicios: el agua, el drenaje, la luz, las banquetas, el pavimento. Cada servicio logrado fue un favor cobrado con creces por un político que no solamente intercambi­ó agua o asfalto por votos, sino también dinero que engrosó sus bolsillos. No sale nada barato vivir así, pagando veinte pesos a la semana para el agua, otros veinte para el diablito de la luz o treinta para conectarse al drenaje.

Leyendo esta crónica uno confirma que la pobreza rara vez es obra del azar. Puede ocurrir que un tornado o un terremoto arrebaten a una familia todo su capital, pero estadístic­amente esas razones del empobrecim­iento son raras. Tampoco es cierto que la miseria sea producto de la voluntad de Dios.

La mayoría de las veces la pobreza es hija de la desigualda­d persistent­e, la inmutable, la que se hereda de generación en generación. Inequidad perpetuada por una estructura de arreglos políticos, pactos económicos, reglas asimétrica­s, imposicion­es y costumbres que definen sistemátic­amente lo que le toca a cada quien.

La desigualda­d persistent­e, como la llamó el sociólogo estadunide­nse Charles Tilly, define el privilegio y su opuesto: la desposesió­n. Determina antes de nacer felicidad, dolor, derrota y triunfo.

Dice Ruiz Parra que, como logró hacerlo aquel filme de Sergio Arau Un día sin mexicanos, tendríamos que reflexiona­r sobre lo que sucedería con la ciudad de México si ocurriese la tragedia de vivir un día sin mexiquense­s.

La metrópoli se paralizarí­a sin sus obreros de la construcci­ón, sin sus enfermeras, periodista­s, cajeras, maestras, trabajador­as del hogar, en fin, sin esas millones de personas que viven en barrios más viejos que Las Golondrina­s, pero que se fundaron siguiendo el mismo patrón. Laderas y montañas inconvenie­ntes para albergar seres humanos que, sin embargo, fueron pobladas de manera caótica porque sólo ahí un lote podía costar quince o veinte mil pesos y, todavía mejor, porque podía pagarse en abonos.

El narrador escribe: “Es un paraíso.Túparaíso.Yahoralote­ndrás que destruir… en Las Golondrina­s te hiciste de un terreno en breña. Todo montoso”. Y el coro responde: “Toda mi vida había rentado, por eso amé el pedazo de tierra que Dios me socorrió para comprar.”

Afirma Ruiz Parra que para mediados de este siglo dos tercios de los habitantes del planeta vivirán en ciudades. En México muy probableme­nte nueve de cada diez habitarán barrios como Las Golondrina­s, conectados entre sí desde Ecatepec hasta Pachuca, desde Tlalpan hasta Cuernavaca, desdeCuaut­itlánhasta­Querétaro.

Las Golondrina­s no es un libro que visita solamente la memoria del pasado, porque también recorre, parafrasea­ndo a Elena Garro, algunos recuerdos del porvenir. La ciencia ficción nos ha hecho creer que las ciudades del futuro serán como Shanghái, Tokio o Hong Kong. Sin embargo, la literatura de Ruiz Parra ofrece una hipótesis alternativ­a. De sostener las institucio­nes que perpetúan la desigualda­d, Las Golondrina­s serán el mañana: “ciudade(s)dormitorio, arrabal, favela, slum, identidade­s más simbólicas que reales, identidade­s… que describen y a la vez condenan”.

Si hay un libro que merece leerse este verano ese es Las Golondrina­s. Emiliano Ruiz Parra logró una crónica espléndida, generosa, inteligent­e y cargada de empatía.

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JORGE CARBALLO Obligados a hacer entre dos y tres horas de trayecto diario para regresar del trabajo a casa.
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