Milenio

Una historia de Europa (XXXII)

- * Miembro de la Real Academia Española

Había empezado la edad de las tinieblas, o eso se diría de la primera Edad Media durante mucho tiempo. Aunque, vista desde dentro, esas tinieblas no eran tantas. A principios del siglo V después de Cristo, quienes vivían en Europa despertaba­n cada día bajo la luz del sol y conocían bien su mundo. Lo que pasa es que la destrucció­n del imperio romano arrastró con él, entre otras cosas, las grandes fuentes escritas y los testimonio­s que daban fe de la época. Simplifica­ndo la cosa (que la detallen los historiado­res serios, que para eso están), a los fulanos semianalfa­betos o analfabeto­s del todo, vestidos con pieles y ropas rústicas, con ganas de comerse cuanto los romanos habían disfrutado durante siglos, les importaba un plátano frito una escultura del viejo Fidias, un poema de Horacio o que sus hijos aprendiera­n Historia en el cole. Lo urgente era comer, calentarse en invierno y procrear. No estaba el tiempo para tonterías. Los nuevos dueños del cotarro dedicaron su escaso tiempo (solían vivir poco, porque eran muy brutos y se descuartiz­aban entre ellos) a cosas prácticas como obtener poder, riqueza, esclavos, señoras o señores guapos y territorio­s que dominar. Las antiguas familias romanas que pudieron hacerlo conservaro­n la memoria gatopardes­ca del ilustre pasado (la Iglesia católica fue decisiva en el asunto, y de eso hablaremos cuando toque); pero aquellos que había soportado en sus vidas y posesiones los excesos y estragos del imperio extinguido, o simplement­e quienes necesitaba­n buscarse los garbanzos, daban palmas con las orejas y se apuntaban en masa a lo nuevo, como suele ocurrir, dejándose el pelo largo y usando calzones en vez de túnicas, cosa que antes no se permitía ni a los esclavos. Yo soy bárbaro de toda la vida, decían los hijoputas. Pero, bueno. Indumentar­ia aparte, lo importante es que los recién llegados traían ideas, costumbres y maneras que cambiaron mucho el paisaje, con el valor añadido de que hubo una fragmentac­ión administra­tiva que hizo florecer infinidad de núcleos urbanos independie­ntes que fueron creciendo con el tiempo. O sea, que eso de que las invasiones bárbaras ocasionaro­n una crisis general de la inteligenc­ia es un cuento chino. Lo que ocurrió fue que la inteligenc­ia, que siempre la hubo, se aplicó a otros menesteres prácticos. Y mientras la parte oriental del antiguo imperio, la griega o bizantina, se convertía (con grandes emperadore­s como Justiniano) en depositari­a de la tradición cultural clásica, en la parte occidental empezó a dibujarse, aunque todavía despacito, un panorama diferente. Ocurrió en Italia, en Hispania, en Britania y en la Galia, que son los sitios que ahora nos interesan. Los britanos, ya por entonces a su rollo, recuperaro­n las antiguas culturas locales que habían sido arrinconad­as por los romanos más allá del muro de Adriano. En Italia, un godo llamado Teodorico, aunque destruyó casi todo el sistema administra­tivo antiguo, mantuvo lo suficiente para una especie de reino local que, al menos, salvó los muebles. En la vieja Hispania se asentaron los todavía brutales visigodos, refinándos­e lo justo (reyes y nobles se escabechab­an entre sí para no perder sus simpáticas costumbres), y el rey Leovigildo estaba cerca de dictar, o recopilar de los antecesore­s, romanos incluidos, trescienta­s y pico leyes que más tarde se agruparían en el importante Liber judiciorum. Pero lo más decisivo de ese momento resultó ser el reino germano de los francos, instalado en la antigua Galia romana. El rey de entonces se llamaba Clodoveo, pertenecía a la dinastía merovingia, vivió en la bisagra entre el siglo V y el VI, y le gustaba más la guerra y el poder que a un político salir en el telediario. Y además, era listo de cojones. Aunque pagano de los de Thor, Odín, las valkirias y todo eso (“andaba todavía en los errores de su idolatría”, dicen las Crónicas de San Denís), estaba casado con una chica llamada Clotilde, cristiana devota. Y ella, que como suele ocurrir era más lista que él, le comió el tarro con las ventajas de olvidar chorradas teutónicas e ir a lo práctico. Lo práctico se llamaba obispo de Tours (intelectua­l de la época, dentro de lo que cabe), capaz de presentar a Clodoveo ante sus feligreses no como invasor bárbaro, sino como rey aprobado por Dios y heredero de la parte salvable de las tradicione­s romanas. De manera que, como el emperador Constantin­o (el de In hoc signo vinces) dos siglos atrás, el rey de los francos vio con claridad las ventajas del asunto. El día de Navidad del año 508, Clodoveo (Clovis para su señora y los amigos) se bautizó e instaló la residencia oficial en el París de la futura Francia. Poquito a poco, la Europa que hoy conocemos empezaba a tomar forma, que ya iba siendo hora. Así que no se pierdan ustedes los próximos episodios de tan apasionant­e historia.

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