Milenio

El yugo de la barbarie

Contra lo que suponen tantos perezosos, la buena ortografía no es fruto del estudio sino de la autocrític­a...

- XAVIER VELASCO

Menudean quienes creen que la auténtica libertad de expresión tiene que ver con la ausencia de reglas, empezando por las de ortografía. Asumen que es más fácil plasmar lo que uno piensa sin los grilletes de la corrección, que ya les persiguier­on durante interminab­les cursos escolares y hasta la fecha encuentran totalmente superfluos, por no decir difíciles, tiránicos, elitistas, absurdos y anticuados. Lo de hoy, nos aleccionan, es escribir libre de cortapisas, tal como “sienta” uno las palabras, por más que nunca falte algún pesado listo para coartarle los arrestos.

Recuerdo, de la infancia, tres calamidade­s con un mismo prefijo: ortodoncia, ortopedia y ortografía. Aun a pesar de brackets, plantillas y regañinas, al paso de los años yo seguíateni­endolosdie­nteschueco­s,lospies planosytre­socuatrofa­llasporren­glón.Una vez terminada la primaria, mi madre decidió que no podía seguir con esa ortografía pestilente que a ella le avergonzab­a más que a mí, y fue así que invirtió mis vacaciones en quitarme el estigma de una vez.

Elmétodoer­asimple:copiabacad­adíaun par de planas de la revista o libro de mi preferenci­a y luego reescribía veinte veces, una vez corregida, cada una de las palabras equivocada­s. Decenas, al principio, que amén de largas planas correctiva­s me valían por memorables­cagotizas,mientraslo­sotrosniño­s jugaban en la calle sin mi ayuda. “¿¡Cómo es posible, Xavier!?”, ponía mi mamá el grito en la estratósfe­ra si encontraba más faltas que el día anterior. “¡Qué bruto!”, respingaba cuando veía un “estubo” luego de tres semanas de clínica ortográfic­a. Al cabo de dos meses, ya no tenía faltas: la honra familiar estaba a salvo.

Contra lo que suponen tantos perezosos, la buena ortografía no es fruto del estudio sino de la autocrític­a. Los errores sólo desaparece­n cuando se reconocen y se enmiendan. Cosa muy complicada en estos tiempos, cuando pocos toleran que se les haga ver el menor traspié y responden con ajos y cebollasal­asobservac­ionesmejor­intenciona­das. Detesta la barbarie mirarse en el espejo;lesobranla­scoartadas­parapersis­tiren aquellosde­fectosquet­emeirremon­tables,y es por ello que asocia con virtudes, como ese gusto por la “livertad” que le hace confundir alturas con abismos.

Claro que es delicioso dinamitar las reglas, si es que existe un motivo que lo valga, pero quienes destruyen lo que no conocen no son personas libres sino troglodita­s. No saben lo que rompen, menos para qué sirve, de modo que en lugar de expresar sus ideas dejan constancia de la falta de ellas, por más vehemencia que hayan invertido en hacerse notar y hasta temer. Rompemos o torcemos una regla a cambio de imponer otros parámetros que habrán de sustituirl­a con alguna eficacia, y acaso funcionar como fina ironía o fruto del ingenio. Pero de ahí a tratar de hacer piruetas cuando no has aprendido a aterrizar hay un trecho marcado por el bochorno ajeno.

Conocí a un escritor con mala ortografía que se jactaba de darle la espalda a la Real Academia Española, sólo que sus relatos adolecían de fallas garrafales en sintaxis, congruenci­a e hilo narrativo. Se apreciaba en las líneas del rebelde-sinpausa un desorden mental que terminaba por hacerlas enrevesada­s, aburridas y al cabo incomprens­ibles. ¿Qué buscaba decir con esas parrafadas inconexas? Me daba la impresión de que no lo sabía. Él se decía libre de ataduras, pero evidenteme­nte era un esclavo de sus insuficien­cias y no tenía intención de corregirla­s.

Dispensar en los otros lo indispensa­ble para hacerse apreciar y respetar no es un gesto de buena voluntad, sino un modo seguro de marginarle­s. No es arduo ni costoso enseñarse a escribir con pulcritud y abrirse las fronteras de una libertad tan auspiciosa como insospecha­da: la de ser y decir “esto soy” y “esto quiero” con la frente tan alta como la autoestima. Aceptar menos que eso es condenarse a cultivar por siempre y ante todos el siempre lastimero humor involuntar­io.

Los errores sólo desaparece­n cuando se reconocen y se enmiendan. Cosa muy complicada en estos tiempos.

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JAVIER RÍOS Lo de hoy, nos aleccionan, es escribir libre de cortapisas.
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