A través del espejo de Alejandro G. Iñárritu
Quien no haya experimentado el delirio jamás podrá atravesar las trampas, los corredores, los sótanos, los andamios o los techos de la autobiografía.
Bardo, la obra más reciente de Alejandro González Iñárritu, es un filme delirante cuya materia fundamental es la inconsciencia de un individuo que convoca a seguirle durante casi tres horas.
El poeta conjuga en plural y todos, todas, todes caminamos a prisa tras de él, como si fuésemos los carritos traseros de una inmensa montaña rusa. Y el viaje vale la pena a través de ese bardo, un sitio – según la tradición budista– donde las cosas y las personas alcanzan el privilegio de la transformación.
Brutalmente íntima y a la vez tremendamente pública. La publicidad descarnada de las obsesiones, las memorias, la nostalgia, la escatología, la inteligencia y las virtudes de un cerebro roto, parecido a cualquier otro.
Son temas recurrentes de este filme la identidad desgarrada por la demencia de una madre vieja, así como la de una patria aún más vieja. La identidad desterrada que no podrá volver a echar raíces profundas en ninguna parte. El regreso que se vuelve insostenible y el hogar nuevo al que siempre le faltan cuartos.
“Emigrar es morir un poco,” le dijo Iñárritu recientemente al periodista Luis Pablo Beauregard (El País).
¿Cómo explicar entonces que después de la primera vez, le vino una obsesión por migrar (¿morir?) todo el tiempo?
Para Iñárritu, después de la primera violencia en Amores Perros, la violencia se apareció en toda su obra. Después del primer vuelo de Birdman, vino la angustia por los límites. Después de la desigualdad de Babel, vino la obsesión por narrar lo injusto.
En la instalación virtual Carne y Arena Iñárritu hizo que pudiéramos traspasar el pecho de un ser humano para que nuestra pupila paseara libremente dentro de un corazón cualquiera.
En Bardo, la metáfora regresa, pero esta vez la carnada no es la de un corazón ajeno, sino sus propias vísceras. Sus entrañas ofrecidas al voyerista que se reconoce en el adolescente que cada cual fue, alguna vez; la metáfora del padre ausente que alcanzó a perdonar a su propio padre ausente; la metáfora del hijo que significó de manera definitiva a la palabra vacío; la metáfora del hombre enceguecido por su obra y de la obra enceguecida por el protagonismo del hombre que la inventó.
Y mientras la biografía del individuo gira montada en su propio carrusel, el viajero resiente la secuencia de un desmadre que lo sobrepasa: los duelos gigantes de su país, su pueblo, su comunidad y su diáspora, tan emocionalmente alterados.
No hables mal de México porque me provocas a engrandecerlo. Tampoco hables bien porque mi lengua soltará el lastre que lleva acumulando desde hace tantas tragedias.
El eco de los pasos de Silverio Gama, el personaje principal, suena fuerte mientras recorre la ciudad más bella; aquella marcha sucede a una hora perfecta, gracias a la luz que apenas despierta
Es metáfora de la celebridad y de la envidia; del sentido de la vida y de su irremediable insatisfacción