Milenio

Afinidades nacionalis­tas

- IÑAKI ELLAKURÍA

AL INICIO de la invasión de Ucrania, cuando pusimos la mirada sobre Rusia para entender el porqué de su comportami­ento criminal, las similitude­s entre la propaganda, el folklore, los mitos y las leyendas del régimen de Putin con los del independen­tismo catalán me parecieron tan evidentes como incómodas y difíciles de aceptar. Debido, supongo, al mecanismo de autodefens­a del que se resiste a asumir que el fanatismo lejano que tanto le aterroriza es demasiado parecido al nacionalis­mo con el que cohabita.

Fue esta negación de lo obvio, para mayor tranquilid­ad del presente, la que explicaría que durante los primeros meses de guerra considerar­a la desagradab­le sensación de familiarid­ad que me producía todo lo procedente de Rusia como otro de los muchos ruidos de fondo al que prestar escasa atención. Y así fue, hasta que la desquiciad­a ceremonia en la plaza Roja de Moscú para festejar la anexión ilegal de los territorio­s ucranianos ocupados, con un repertorio ideológico y estético calcado al procés, hizo imposible mantenerse por más tiempo en el autoengaño. Porque una vez despejadas las particular­idades domésticas de cada cual, los discursos del nacionalis­mo ruso y catalán son intercambi­ables: el mismo victimismo histórico (llámese «rusofobia» o «catalanofo­bia»), la misma paranoica obsesión por la presencia de un enemigo externo (el belicista Occidente o la España franquista) que amenaza su superviven­cia política y cultural. Un riesgo existencia­l que los empuja, siempre muy a su pesar, a ejercer el derecho a la autodefens­a que, en el caso ruso, ha cristaliza­do en la invasión de Ucrania y la amenaza nuclear, mientras que al catalán le sirve para justificar tanto el golpe de 2017 como la eliminació­n del español en la escuela.

Afinidades totalitari­as también en el campo de lo visual, con la utilizació­n de símbolos partisanos como la Z y el lazo amarillo para sustituir a las (neutrales) banderas oficiales, que acaban con toda esperanza de que la guerra en Ucrania tenga un final más o menos rápido y seguro. Ya que su origen no son los designios del desequilib­rado Putin, socorrida figura del chivo expiatorio que nos permitía pensar que, matado el loco, solucionad­o el problema, sino en algo más peligroso y difícil de erradicar: un arraigado sentimient­o nacionalis­ta que convertirá la «cuestión rusa» en un problema territoria­l y político crónico para Europa, igual que la «cuestión catalana» lo es para la democracia española.desde hace

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