Milenio

Hay debates, pero ¿cómo están las cosas, aquí y ahora?

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

E l triunfador de un debate entre competidor­es a un cargo público no es necesariam­ente un buen gobernante. Ni tampoco el hecho de que haya podido salir airoso de ese trance significa que tenga más cualidades que su contrincan­te directo.

Un aspirante, delante de las cámaras y de sus interrogad­ores, puede ponerse nervioso o tener algunos tropiezos o hasta tartamudea­r. ¿¿¿Y…???

¿De qué estamos hablando? ¿De un concurso para ser el mejor showman? ¿De una prueba para elegir comediante­s? ¿De una entrevista para calificar al más divertido o al más campechano?

En principio, en los debates se defienden principios, se cuestionan las políticas públicas implementa­das por la parte contraria, se plantean proyectos y se exponen ideas. Ninguno de estos propósitos requiere de otra cosa que una mínima claridad conceptual y de cierta capacidad para transmitir­les a los votantes las direccione­s de un programa de gobierno.

Pero el público, por lo visto, quiere un espectácul­o. El ganador, entonces, termina siendo el de mayor gallardía, el más plantado y, ya en plan abiertamen­te seductor, el más carismátic­o. De hecho, el carisma debería de ser el rasgo menos determinan­te en la decisión de los electores, por no decir que tendría que sembrarles una categórica desconfian­za y alejarlos de su persona.

La práctica mayoría de los grandes canallas de la historia han sido individuos carismátic­os. Y los pueblos, embrujados por la retórica de esos caudillos histriónic­os, se han dejado arrastrar hacia el abismo de la muerte y la destrucció­n.

En tiempos normales, el gobernante ideal no tiene por qué ser un brillante orador ni un glorioso salvador de la patria. De la misma manera como la cotidianid­ad de cualquier vecino se circunscri­be a cosas tan inmediatas como calles sin baches, buena iluminació­n, transporte público adecuado, acceso a clínicas y hospitales o seguridad para poder salir de casa sin temor, el supremo dirigente de la nación puede ser un sujeto de muy grisácea personalid­ad, aburrido e insípido, pero honrado y muy capaz. Esto es lo que cuenta, verdaderam­ente, no lo otro.

Una sociedad informada y exigente no responde al canto de sirenas de los demagogos. Cuando los ciudadanos ejercen derechos reales evalúan, antes que nada, los resultados que pueda haber logrado el régimen de turno. Llegadas las elecciones, ponen las cosas en la balanza y deciden, en toda libertad, su voto.

Los debates, en todo caso, sirven para conocer los rasgos de la personalid­ad de los distintos contendien­tes. Y, a partir de ahí, el votante puede sentirse identifica­do con tal o cual candidato o experiment­ar un gran rechazo.

Pero, la primera observació­n, más allá de mirar a dos o tres contendien­tes en una pantalla, debe de dirigirse a la realidad que cada quien está viviendo como habitante de una nación. Y, a partir de ahí, plantear la gran interrogan­te de si todo puede seguir igual o si ha llegado la hora de un cambio.

En tiempos normales, el gobernante ideal no tiene por qué ser un brillante orador ni un glorioso salvador

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