Hay debates, pero ¿cómo están las cosas, aquí y ahora?
E l triunfador de un debate entre competidores a un cargo público no es necesariamente un buen gobernante. Ni tampoco el hecho de que haya podido salir airoso de ese trance significa que tenga más cualidades que su contrincante directo.
Un aspirante, delante de las cámaras y de sus interrogadores, puede ponerse nervioso o tener algunos tropiezos o hasta tartamudear. ¿¿¿Y…???
¿De qué estamos hablando? ¿De un concurso para ser el mejor showman? ¿De una prueba para elegir comediantes? ¿De una entrevista para calificar al más divertido o al más campechano?
En principio, en los debates se defienden principios, se cuestionan las políticas públicas implementadas por la parte contraria, se plantean proyectos y se exponen ideas. Ninguno de estos propósitos requiere de otra cosa que una mínima claridad conceptual y de cierta capacidad para transmitirles a los votantes las direcciones de un programa de gobierno.
Pero el público, por lo visto, quiere un espectáculo. El ganador, entonces, termina siendo el de mayor gallardía, el más plantado y, ya en plan abiertamente seductor, el más carismático. De hecho, el carisma debería de ser el rasgo menos determinante en la decisión de los electores, por no decir que tendría que sembrarles una categórica desconfianza y alejarlos de su persona.
La práctica mayoría de los grandes canallas de la historia han sido individuos carismáticos. Y los pueblos, embrujados por la retórica de esos caudillos histriónicos, se han dejado arrastrar hacia el abismo de la muerte y la destrucción.
En tiempos normales, el gobernante ideal no tiene por qué ser un brillante orador ni un glorioso salvador de la patria. De la misma manera como la cotidianidad de cualquier vecino se circunscribe a cosas tan inmediatas como calles sin baches, buena iluminación, transporte público adecuado, acceso a clínicas y hospitales o seguridad para poder salir de casa sin temor, el supremo dirigente de la nación puede ser un sujeto de muy grisácea personalidad, aburrido e insípido, pero honrado y muy capaz. Esto es lo que cuenta, verdaderamente, no lo otro.
Una sociedad informada y exigente no responde al canto de sirenas de los demagogos. Cuando los ciudadanos ejercen derechos reales evalúan, antes que nada, los resultados que pueda haber logrado el régimen de turno. Llegadas las elecciones, ponen las cosas en la balanza y deciden, en toda libertad, su voto.
Los debates, en todo caso, sirven para conocer los rasgos de la personalidad de los distintos contendientes. Y, a partir de ahí, el votante puede sentirse identificado con tal o cual candidato o experimentar un gran rechazo.
Pero, la primera observación, más allá de mirar a dos o tres contendientes en una pantalla, debe de dirigirse a la realidad que cada quien está viviendo como habitante de una nación. Y, a partir de ahí, plantear la gran interrogante de si todo puede seguir igual o si ha llegado la hora de un cambio.
En tiempos normales, el gobernante ideal no tiene por qué ser un brillante orador ni un glorioso salvador