Ciudades de muertos
La “última morada” tiene su expresión más refinada en las viejas y tradicionales necrópolis.
Durante el siglo XIX, época en la que se formaron la mayoría de las naciones modernas, ocurrió en Occidente un hecho que dotó a los panteones de una gran carga simbólica: la separación entre la Iglesia y el Estado. Este proceso tuvo como consecuencia que en países como México las necrópolis tomaran el papel de santuarios laicos, pues ahí era donde reposaban los héroes que habían construido las bases de la naciente sociedad y era necesario homenajearlos con frecuencia para de este modo reiterar el pacto social. Además, dado el acento que se le daba al arte funerario en esa época, los cementerios también se convirtieron en espacios de gran belleza, que contenían esculturas y construcciones las cuales tenían como fin que las familias más ilustres de entonces exhibieran su riqueza y engalanaran la memoria de sus parientes difuntos. En la Ciudad de México, algunos de los lugares que todavía conservan ese espíritu son el Panteón de San Fernando, el Francés de la Piedad y el del Tepeyac.
El libro de piedra
Me costó llegar a la entrada del cementerio de San Fernando: luego de salir del metro Hidalgo, tuve que cruzar la plaza Guerrero, entre vagabundos, prostitutas y aspirantes a ladrón. Por ello, la sobria puerta del cementerio me parece un oasis. Me recibe una sonriente policía que se entretiene leyendo revistas. —¿Cuánto le debo? —Nada, joven. Sólo apúntese en el libro –suelta una breve risa–, y me saluda a los difuntos.
El panteón del antiguo convento de San Fernando, ubicado justo donde inicia la colonia Guerrero, tiene dos características que lo hacen único: conserva las tumbas y nichos de algunos de los personajes más importantes del México del siglo XIX, y por lo menos la mitad de tales sepulcros no guardan ningún resto en su interior. Esto último se debe, entre otras cosas, a que muchos de sus residentes fueron reubicados luego de su inhumación, ya fuera por causas personales, ya fuera porque el difunto adquirió notoriedad post mortem y fue inhumado nuevamente en algún sepulcro más adecuado a su importancia. Ejemplo puntual de este caso es el general Vicente Guerrero (1782-1831), uno de los caudillos principales de la Independencia, quien fuera trasladado a la Columna de la Independencia a principios del siglo XX, por órdenes del general Porfirio Díaz. Su viejo sepulcro, que consta de un catafalco de piedra y está aderezado con la escultura de una gigantesca ancla, continúa en el sitio. Otros casos de muertos transhumantes son los del general Santiago Felipe Xicoténcatl (1804-1847), quien murió abatido por las balas estadounidenses a las faldas del Cerro de Chapultepec y que actualmente reposa en el Monumento a los Niños Héroes, o el de Ignacio Zaragoza