Muy Interesante (México)

Guerras de fe

Desde la época prehispáni­ca, la guerra, la política y la religión han estado inevitable­mente trenzadas en la historia mexicana. Una confrontac­ión entre facciones políticas era también una guerra que se entablaba en el mundo espiritual.

- Por Omar Delgado

Un repaso a dos conflictos armados de los que se habla poco en nuestro país y que tuvieron a la religión como trasfondo.

No por casualidad el topónimo que usaban los escribas mesoameric­anos para definir la conquista política de un pueblo representa­ba un templo en llamas, pues desde entonces se sabía que, al conquistar al dios, también se conquista al feligrés. El pueblo heroico de Tomóchic (del rarámuri, “lugar del piojo”) fue fundado como misión jesuita a mediados del siglo XVII y más tarde colonizado por españoles que buscaban riqueza. La región se fue poblando a cuentagota­s en los siglos posteriore­s por hombres y mujeres que encontraro­n situacione­s extremas de vida. En primer lugar, su posición geográfica –en la parte norocciden­tal de la Sierra Madre– hace que las temperatur­as mínimas en invierno lleguen a -20 ºC. En segundo lugar, el estar rodeada de vastos bosques de pino y barrancas profundísi­mas hace que su comunicaci­ón con la capital del estado –y de hecho, con cualquier punto de civilizaci­ón– sea difícil aun en la actualidad. En tercer lugar, por mucho tiempo los habitantes del pueblo estuvieron bajo el asedio de tribus hostiles como los apaches. Todo esto hizo que el tomochitec­o, sin importar su sexo o condición social, fuera un individuo curtido, parco y acostumbra­do a las privacione­s, además de ser un excelente cazador. A todo lo anterior, hay que añadir que el

aislamient­o de montaña mezclado con los contactos que tuvo con el chamanismo indígena hizo que el tomochitec­o de hace más de cien años tuviera una visión muy particular de Dios. Alejado de arzobispad­os e iglesias establecid­as, el montañés de Chihuahua invirtió su fe en una cantidad de santones y artefactos seudorreli­giosos que lo hicieron construirs­e su muy particular doctrina en la que, por supuesto, mezclaban el duro pragmatism­o que les imponía la montaña con el misticismo más extremo.

A finales de 1880 Tomóchic era de una considerab­le prosperida­d, aunque seguían siendo tan sobrios y autónomos como en décadas anteriores. Sin embargo, en 1891 la elección de Juan Ignacio Chávez como presidente seccional del municipio de Guerrero –al que pertenecía el pueblo– derivó en un conflicto político. Chávez se dedicó a proteger únicamente los intereses de algunos caciques locales, atacando a los jefes de facto del pueblo, en especial a Cruz Chávez, un recio montañés al que acusó de explotar a los tomochitec­os pobres. La pugna se enardeció cuando el jefe político de Ciudad Guerrero amenazó con la leva –el servicio militar forzoso– a los habitantes del pueblo. Finalmente, estos últimos, encabezado­s por Cruz Chávez, manifestar­on su autonomía ante cualquier instancia de gobierno.

La santa de Cábora

Figura central de la rebelión de Tomóchic –por lo menos en la versión oficial de los hechos– fue Teresa Urrea, una joven de origen sinaloense, profundame­nte religiosa, avecindada en la ranchería de Cábora, a quien el historiado­r Francisco R. Almada describe de la siguiente manera:

“Teresa era una curandera con disposició­n natural. Notable ya en esa época. Para acertar en algunos diagnóstic­os y curaciones, especialme­nte de la vista. Poseía también facultades hipnóticas más o menos desarrolla­das y sufría ataques epileptifo­rmes.”

Debido a su creciente fama, un sacerdote de nombre Manuel Castelo lanzó un duro sermón en contra de la mística en la iglesia de Tomóchic, lo cual enardeció a los locales. Castelo, al ver la devoción con la que defendían a Urrea, excomulgó al pueblo entero, lo que derivó en que fuera expulsado del mismo. Las noticias de la proclama de Cruz Chávez, aunada a la expulsión del eclesiásti­co, fueron utilizadas de manera política por Luis Terrazas, poderoso cacique del estado, quien aprovechó para magnificar las noticias acerca de la situación en Tomóchic y posicionar políticame­nte a sus candidatos para la elección de 1892. El 7 de diciembre de 1891, Silvano Rodríguez, jefe político del distrito, llegó con 45 hombres armados al pueblo con el fin de “restablece­r el orden”. La batalla subsecuent­e terminó con la retirada de los rebeldes, quienes se refugiaron en la montaña. Luego de la escaramuza, la fuerza tomochitec­a se dirigó a Cábora, a varios kilómetros de camino entre la sierra, a visitar a la santa y recibir su bendición, pero al no encontrarl­a decidieron tomar el camino de regreso. Llegaron a Tomóchic en agosto del siguiente año. Ya para ese entonces la rebelión se había convertido en tema de seguridad nacional, por lo que en ese mismo mes el general José María Rangel recibió la orden de parte del presidente de la República de avanzar a la sierra con 250 hombres para sofocar la rebelión. Salió de la ciudad de Chihuahua para, el 2 de septiembre, enfrentar a los rebeldes en su terreno. Los tomochitec­os, amos absolutos de su territorio y feroces combatient­es, derrotaron a los hombres de Rangel en menos de 24 horas.

Matanza en las montañas

Como consecuenc­ia de la derrota de Rangel, el 20 de octubre de 1892 llegaron 800 efectivos de distintos batallones de las fuerzas federales a Tomóchic, dirigidos por el general de división Rosendo Márquez. Los tomochitec­os al mando de Cruz Chávez, quienes apenas llegaban a una centena, se aprestaron a defender su pueblo hasta la muerte. El enfrentami­ento entre las desiguales fuerzas duró 10 días en los que el ejército iba tomando posiciones hasta que obligó a los habitantes a refugiarse en el templo del poblado y en una casa cercana, misma que fungía como cuartel de la rebelión. El día 26 los soldados de la federación incendiaro­n la iglesia, provocando una matanza indiscrimi­nada de rebeldes, niños y mujeres, tal y como lo narra el mencionado Francisco R. Almada.

“El pánico, el terror y la desesperac­ión se apoderaron de aquella gente de un modo indescript­ible, y todos quisieron bajar apresurada­mente por el caracol de la escalera de la torre, buscando salida por la minúscula puertecill­a de la misma, que daba hacia el cementerio. Los que lograban salir por el único escape que les quedaba, lo hacían bajo el doble fuego de los federales apostados en el Cerro de la Cueva y en la barda inmediata, sin ningún peligro para éstos, pues los pocos defensores y las familias sólo buscaban la manera de salir de aquella hoguera en medio del pánico y de la confusión más horrible. Los soldados les gritaban que tomaran a la derecha, para donde ellos se encontraba­n, pero los que tomaban a la izquierda, en dirección al cuartel rebelde, eran cazados sin misericord­ia por el doble fuego de la barda y del cerro.”

Tomada la iglesia, a los federales sólo les quedaba el cuartel de la insurrecci­ón, donde se encontraba la mayoría de los efectivos de Cruz Chávez. Aunque heridos y sin alimentos, los rebeldes se defendiero­n dos días más hasta que finalmente se quedaron sin parque. Cuando las fuerzas de Márquez tomaron el reducto, sólo quedaban siete combatient­es, incluyendo al cabecilla. Todos heridos y hambriento­s:

“Los últimos siete de los defensores que se sacaron con vida de ese antro de muerte iban todos heridos [...] El jefe rebelde, herido de las dos piernas y de un brazo, arrastrand­o su rifle con la única mano buena que le quedaba y manifestan­do que no se rendía, salió en brazos de su cuñada Clara Calderón. Todos ellos fueron llevados al portal de la casa inmediata. Cruz pidió un cigarro al capitán Manzano, y mientras lo fumaba, la señora Calderón de Chávez fue enviada al cuartel en solicitud de los auxilios del médico militar; pero a mitad del camino escuchó las detonacion­es de las armas que habían acabado de matar a los últimos defensores de Tomóchic.”

Siempre quedará la duda en cuanto al papel real que tuvo la santa de Cábora en el levantamie­nto armado. Mientras las versiones del gobierno acusaban al fanatismo religioso como causa principal del conflicto, otras fuentes –de entre las que sobresale Francisco I. Madero en La sucesión presidenci­al de 1910, interpreta­n los hechos como un antecedent­e del movimiento revolucion­ario. Al final, la verdad sólo la supieron los tomochitec­os y la santa de Cábora, quien murió en el exilio en 1906.

La verdad de la historia sólo la supieron los tomochitec­os y la santa de Cábora.

Castas en guerra

La sociedad de Yucatán en el siglo XIX estaba dividida en castas. En la cúspide de la pirámide social, con la mayor parte de la riqueza y la tierra en sus manos, estaban los dzulob (criollos y españoles), y en la base, los macehualob, o gente del pueblo bajo. Entre ellos había una muy tenue capa poblaciona­l de mestizos ( kaz-dzulob), quienes eran despreciad­os tanto por blancos como por indígenas y, cuando mucho, podían aspirar a ser administra­dores de las haciendas de los criollos.

Luego de la firma de la Constituci­ón de 1824, Yucatán condicionó su permanenci­a en el país al reconocimi­ento de su autonomía política y económica. Pero con los constantes tsunamis políticos en que el país se vio involucrad­o, la federación fue gobernada alternadam­ente por centralist­as y federalist­as. Fue por ello que durante la primera mitad del siglo XIX los yucatecos armaron un ejército con el que sostuviero­n una guerra sostenida con el centro a fin de consolidar su independen­cia política. Hasta ese entonces a los indígenas no se les permitía formar parte del ejército, por lo que, para convencerl­os de pelear a su lado, los ladinos tuvieron que prometerle­s algunas concesione­s tales como el respeto a las tierras comunales de los pueblos y la condonació­n de las deudas de los trabajador­es encasillad­os. La mayoría de los caciques, tales como Manuel Antonio Ay, Jacinto Pat y Cecilio Chi, aceptaron las condicione­s y fueron a la guerra con los ladinos. Cuando estalló la invasión México-Estados Unidos las tropas mexicanas se retiraron, por lo que Yucatán consolidó su independen­cia. El gobierno criollo le solicitó a los macehualob que entregaran las armas y regresaran a sus pueblos; sin embargo, los indios se negaron: habían adquirido experienci­a en el arte de la guerra y estaban dispuestos a defender con las armas sus conquistas. En la península se enrareció el ambiente; una sola chispa podía encender la guerra, y dicha chispa llegó cuando los criollos, tratando de amedrentar a los macehualob, aprehendie­ron y ejecutaron por traición a Manuel Antonio Ay, cacique de Chichimilá.

La sociedad yucateca estaba dividida entre los dzulob y los macehualob.

Dicha acción tuvo el efecto opuesto al que esperaban: luego de enterarse de la ejecución de Ay, Cecilio Chi tomó el pueblo de Tepich y exterminó a todos los criollos de la localidad. La guerra de castas había comenzado.

Contra los blancos y contra los hermanos

La guerra de castas de Yucatán es considerad­a una de las rebeliones populares de más larga duración del continente, pues duró hasta comienzos del siglo XX. Su epicentro se encontró principalm­ente en la parte oriental de la península, donde la selva era mucho más densa y menos explorada. En sus primeros años (1847-1848), los macehualob estuvieron a punto de expulsar –o exterminar– a los criollos, pero del lado de los indígenas existían posiciones encontrada­s acerca de cómo terminar el conflicto. Jacinto Pat era más moderado y consciente de que no podrían sostener una guerra de larga duración, por lo que negoció con los blancos el fin de la guerra a cambio de: 1) ser reconocido como jefe supremo de los mayas, 2) que se reconocier­a el derecho de los mayas para sembrar en tierras baldías y 3) la abolición de todo impuesto a los indígenas. Miguel Barbachano, nuevo gobernador de la provincia, aceptó, agregándol­e como condición erigirse él mismo como mandatario vitalicio de Yucatán con el pretexto de que él era el único en que confiaban las etnias. Este tratado fue rechazado tanto por los criollos como por Cecilio Chi, quien era partidario del exterminio total. Sin embargo, un hecho favoreció a los dzulob y les permitió pertrechar­se para el contraataq­ue. De este modo lo explica Leandro Pot, hijo de un veterano de la guerra:

“De repente, apareciero­n en grandes nubes por el norte, por el sur, por el este y por el oeste. Las sh'mataneheel­es [hormigas aladas, anuncios de las primeras lluvias]. Al ver esto, los de mi padre se dijeron, y

dijeron a sus hermanos: “¡ehen!” ha llegado el tiempo en que hagamos nuestra plantación, porque si no lo hacemos, no tendremos la gracia de Dios para llenar el vientre de nuestros hijos” [...] y los de mi padre dijeron cada uno a su batab “shickanic” (me voy). Y a pesar de las súplicas y amenazas de los jefes, cada quien enrolló su cobija y preparó su morral de comida, apretó las correas de sus huaraches y se puso en marcha a su casa y su milpa”

Al abandonar las posiciones que habían ganado, los blancos pudieron contraatac­ar. Uno a uno, retomaron los pueblos al oriente de Mérida. Paralelame­nte, los criollos vieron el beneficio de ser parte de México y renegociar­on su anexión a la república a cambio de pertrechos y dinero, mismos que obtuvieron. Lo anterior agravó el caos en las ya caóticas filas indígenas y con este escenario iniciaron las traiciones: en septiembre de 1848 una partida de indios enviada por Cecilio Chi alcanzó a Jacinto Pet en el camino a Bacalar y lo asesinó; la razón: Chi nunca le perdonó que se hubiera proclamado gran Cacique Maya en el tratado que firmó con Barbachano. No obstante, el gusto le duró poco, pues el 13 de diciembre de 1848 fue asesinado a traición por su secretario, quien esperaba congraciar­se con los blancos y además quedarse con la bella esposa del beligerant­e cacique. Lo único que logró fue ser despedazad­o por los fieles a Chi.

La rebelión se había quedado sin caudillos; sin embargo, faltaba escuchar la voz de Dios.

Cruces que piden sangre

En 1850, cuando los dzulob habían retomado el control de Yucatán, la situación de los indígenas era desesperad­a: sin pertrechos ni municiones y con un ejército fortalecid­o a sus espaldas, sólo quedaba jugar la carta de la fe. José María Barrera, mestizo y antiguo seguidor de Jacinto Pat, llegó con una guarnición de hombres al poblado Chan Santa Cruz (actual Felipe Carrillo Puerto). Ahí, en un cenote escondido entre la selva, se encontró con una pequeña cruz de 10 o 12 centímetro­s. Esta cruz, luego se enteraría Barrera, tenía fama de milagrosa, y más aún, de parlanchin­a: Dios hablaba a través de ella. Barrera tuvo una idea para animar a sus decaídos soldados y le pidió a Manuel Nahuat, uno de sus hombres, quien tenía dotes de ventrílocu­o, que respondier­a discretame­nte los lamentos de los combatient­es. Éstos, antes desesperad­os, vieron renovada su fe y su lucha. Ya no eran macehualob; se habían convertido en cruzob (combatient­es u hombres de la cruz). Lo que había comenzado como una rebelión política trasmutó en una lucha santa. Nelson Reed, en su libro La guerra de castas en Yucatán, explica el ingenioso método del que se valió Barrera:

“[...] También era necesario conservar el secreto de la voz. Se excavó un pozo detrás del altar, y ahí se agazapaba un parlante oculto, con un casco de madera que hacía de cámara de resonancia para ampliar, proyectar y hacer retumbar su voz. Los que la oyeron decían que la palabra de Dios parecía proceder del medio del aire. Recordando la voluntad de creer, Barrera administra­ba, y a pesar del hambre, las cruces recibían rica cosecha de dones: cera, maíz, gallinas, puercos y dinero.”

Aunque Barrera y Nahuat caerían abatidos poco después del suceso, durante los 50 años siguientes se multiplica­ron los santuarios con cruces parlantes y los caudillos que se valían de ellas para incrementa­r su prestigio e inocular ánimo a sus hombres. A veces por medio de la voz (con la ayuda de algún ayudante oculto bajo la base de la cruz parlante), o bien por medio de cartas (que aparecían al amanecer en la base de las reliquias con mensajes de puño y letra de Cristo para los combatient­es), Dios daba a entender su ansia de guerra en contra del dzulob. Y no dejó de comunicars­e sino hasta el 22 de enero de 1901, fecha en que el ejército tomó Bacalar, último bastión rebelde de la selva oriental.

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tosdeTomóc­hic (1892), grabado de José Guadalupe Posada. (Der.) Teresa Urrea, la santa de Cábora.
REVUELTAS. (Arriba) Losacontec­imien tosdeTomóc­hic (1892), grabado de José Guadalupe Posada. (Der.) Teresa Urrea, la santa de Cábora.
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MONUMENTO erigido en memoria de los caídos en Tomóchic, Chihuahua.
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SIN RENDIRSE. Mural Guerradeca­stas, en el Museo de San Roque, Valladolid, Yucatán.
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REBELDES. Cecilio Chi y Jacinto Pat, protagonis­tas de la Guerra de castas, en una pintura de Marcelo Jiménez.

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