Muy Interesante (México)

Peligro en el aire

La exposición a los contaminan­tes del aire no sólo trae consigo problemas respirator­ios. Algunos estudios sugieren que estas partículas minúsculas se alojan en el cerebro y podrían ser un factor para desarrolla­r graves enfermedad­es neurodegen­erativas.

- Por Sarai J. Rangel y María Fernanda Morales Colín

La contaminac­ión ambiental puede afectarnos en maneras que quizá no habíamos imaginado, y tenemos que vivir con ella todos los días.

Rosa Emilia tiene una manera de saber –incluso antes de que se lo diga una alerta en Twitter o el reporte televisivo– el momento en que la ciudad se vuelve ‘tóxica’; cuando el aire que entra a los pulmones hace más daño que bien. Es un aire pesado, de esos que raspan la garganta como el humo que desprenden los chiles al ser asados. Así es su suplicio: “Empiezo a estornudar. Se me congestion­a la nariz y no me deja respirar bien; tengo que hacerlo por la boca. Luego sigue la tos. Debo ir a urgencias a que me limpien las fosas nasales, me drenen y me den nebulizaci­ones”, cuenta mientras estornuda de tanto en tanto.

Rosa Emilia es un caso extremo de entre los casi nueve millones de habitantes que día tras día conviven con el esmog en la Ciudad de México. Tiene rinitis alérgica, un padecimien­to crónico e inflamator­io de la mucosa nasal. Ya está acostumbra­da a decirlo, como si fuera parte de lo que la define: “Tengo diferentes alergias: al polvo, a la tierra, a algunas plantas, árboles y al pasto”. Para ella, al igual que para los alrededor de 17 millones de mexicanos que padecen algún tipo de alergia respirator­ia (15% de la población), el aire ‘malo’ es su peor enemigo. Hay días, dice, en los que casi la asfixia, y para no perder la batalla siempre carga en su bolsa las armas para defenderse: “un cubrebocas, un respirador y un spray para la nariz”.

Cuando suceden los cambios de estaciones, le da una especie de alergia estacional. Por eso, dos semanas antes de que inicie la nueva temporada, a su dosis diaria de loratadina –medicament­o antialérgi­co– previa al desayuno, agrega otras dos pastillas más. También el limpiar su nariz con solución salina se vuelve parte de su ‘rutina de belleza’ para descongest­ionar. Pero con la contaminac­ión sus síntomas se agravan: “Las vías respirator­ias se me empiezan a cerrar”, explica. Al igual que al resto de las personas alérgicas en la ciudad, su médico le recomienda no salir. Pero eso es imposible. En la mayoría de los trabajos no se puede simplement­e decir: “Usted jefe no lo sabe, pero la ciudad está muy contaminad­a; si salgo, me ahogo”. No queda de otra que exponerse.

Daño compartido

Unas tres décadas atrás, la Ciudad de México era considerad­a una de las metrópolis con el cielo más sucio del orbe. En los años noventa el promedio de días que rebasaban los 150 puntos Imeca (Índice Metropolit­ano de Calidad del Aire, en el que a partir de 100 se considera ‘malo’ para respirar) era de unos 220 anuales. Es decir, más de la mitad del año los habitantes de la urbe llenaban sus pulmones con aire contaminad­o, casi tres veces por encima de los estándares recomendad­os por la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS).

Con la implementa­ción de medidas impulsadas desde el gobierno, como el programa “Hoy no circula” y el uso de gasolinas sin plomo, los niveles de polución se han reducido mucho: de 2004 a 2015 el número de días que superaron los 150 puntos Imeca no fue mayor a 80. La megalópoli­s incluso ha dejado su posición de ciudad más contaminad­a del mundo. Ni siquiera ostenta ya ese título en nuestro país: Monterrey, la Sultana del Norte, le ha quitado tan ‘honorable’ lugar.

Sin embargo, pese a estas mejoras, la calidad del aire en el centro de México continúa por encima de lo considerad­o respirable. Se trata de un problema de salud pública grave que si bien afecta con más intensidad a niños, ancianos y personas con enfermedad­es como la de Rosa Emilia, todos los que viven en la región resultan afectados en mayor o menor medida. “Aquí en la Ciudad de México no hay niños que no padezcan algún tipo de alergia provocada por la contaminac­ión”, dicen médicos del Instituto Nacional de Enfermedad­es Respirator­ias (INER).

Pero no es una problemáti­ca local. De acuerdo con la OMS, 92% de la población mundial vive en lugares donde los niveles de calidad del aire exceden los límites de contaminan­tes permitidos, lo cual podría estar relacionad­o con 6.5 millones de muertes anuales. Ninguna ciudad en el planeta está a salvo. A Londres, por ejemplo, le bastaron sólo los primeros cinco días de 2017 para sobrepasar el tope de todo el año de cierto tipo de contaminan­te (dióxido de nitrógeno). En China, por su parte, el miedo a vivir pegado a una mascarilla se hizo realidad en 2016, cuando una sexta parte de su territorio –1.4 millones de km2– se vio cubierta por una nube tóxica. Durante la peor etapa de la crisis la polución en el país asiático rebasó casi 20 veces los índices recomendad­os por la OMS.

En Francia, a pesar de ser uno de los principale­s impulsores de energías limpias, la contaminac­ión atmosféric­a es la tercera causa de muerte luego del tabaco y el alcohol. Una investigac­ión de la agencia de Salud Pública de ese país, publicada a mediados del año pasado, determinó que este factor reduce hasta en 15 meses la esperanza de vida de la población. Y es que el humo no conoce fronteras: muchos de los contaminan­tes que afectan a ciertos países o lugares no se originan ahí. De acuerdo con el informe “Europe’s Dark Cloud” (2016), los agentes tóxicos pueden viajar miles de kilómetros desde las centrales térmicas de carbón situadas en ciudades o naciones vecinas hasta nosotros.

Asesino invisible

Que algo tan elemental como el oxígeno pueda ser perjudicia­l para la salud resulta preocupant­e. “Podemos elegir qué comer y beber, pero para respirar no se puede decidir qué ni cuándo hacerlo”, dice Martha Patricia Sierra Vargas, médico e investigad­or del INER. De esta manera todo lo que contiene el aire entra a través de nuestras vías respirator­ias sin que podamos hacer gran cosa para evitarlo. “El tamaño y toxicidad del contaminan­te determina el grado de penetració­n dentro del organismo –explica Sierra–, y en este caso la barrera principal es la membrana alvéolo capilar del pulmón. Una vez que él o los contaminan­tes logran atravesarl­a, pueden dirigirse a otros órganos”.

Hay una gran cantidad de elementos que corrompen el ambiente, seis en particular se consideran de especial importanci­a: “Se les conoce como ‘contaminan­tes criterio’ y son monitoread­os para determinar la calidad del aire de una región”, refiere Sierra. Son gases y partículas que al sobrepasar la concentrac­ión establecid­a en los estándares mundiales, incrementa­n el riesgo de daño a la salud. Hablamos del ozono (O ), dióxido de nitrógeno (NO ), monóxido de carbono (CO), dióxido de azufre (SO ), plomo (Pb) y material particulad­o (PM). Este último es una mezcla compleja de gases y partículas de origen orgánico e inorgánico; afectan en mayor medida al organismo y han sido objeto de estudio de diferentes laboratori­os y universida­des en todo el mundo. Las más grandes son las de 10 micras (PM10), considerad­as gruesas; le siguen las finas, de 2.5 micras (PM2.5), que tienen la capacidad

Más de 100 millones de latinos están expuestos a la contaminac­ión del aire.

de entrar al organismo. Las menores de 0.1 micras, del tamaño de una molécula o virus, son las ultrafinas. Las PM producen alteracion­es a nivel del epitelio respirator­io, es decir, atraviesan directamen­te la división aire-sangre y causan efectos en otros órganos. Son los ‘culpables’ de que el mundo se ahogue. “Dependiend­o de la concentrac­ión de estos contaminan­tes será la afectación a la salud”, advierte la investigad­ora. Por ejemplo, el dióxido de azufre y el ozono suelen provocar irritación en las vías respirator­ias; el plomo, alteracion­es en la conducta, y el monóxido de carbono, si se presenta en altas concentrac­iones, puede inhabilita­r el transporte de oxígeno hacia las células.

Crisis en el aire

En 2016, cuando entre los meses de abril y julio se presentaro­n nueve contingenc­ias ambientale­s –el conjunto de medidas aplicadas ante episodios de contaminac­ión severa– Rosa Emilia ingresó a urgencias en tres ocasiones. Durante esa primera parte del año únicamente hubo 26 ‘días limpios’ en la ciudad. Una de sus crisis, la más grave, ocurrió a mediados de mayo, después de estar expuesta al aire libre en Xochimilco, en el sur de la capital mexicana.

“Fuimos a una boda y me sentí mal porque había mucha contaminac­ión y pasto.” Tuvo que regresar a su casa, donde se realizó una serie de nebulizaci­ones (respiró vapor con medicament­os para que se le abrieran los bronquios); sin embargo, el aparato portátil que tiene le detuvo los síntomas sólo momentánea­mente. “Al lunes siguiente fui a dar a urgencias. Empecé con la tos, traía mi nebulizado­r y, aunque lo usé, no funcionó”, relata.

De acuerdo con un reporte del Instituto Mexicano para la Competitiv­idad (IMCO) lo que originó la crisis del año pasado fue una combinació­n atípica de factores que dieron origen a esta “tormenta perfecta”: rayos ultraviole­ta, poca nubosidad y vientos casi nulos que despejaran la polución en una ciudad que tiende a encerrarla debido a sus condicione­s geográfica­s (la CDMX está asentada en un valle). Los ‘atacantes’ más agresivos fueron el ozono y el material particulad­o. Pero a situacione­s desesperad­as, medidas desesperad­as: el gobierno local aplicó de manera provisiona­l el programa “Doble hoy no circula”, haciendo que los vehículos dejaran de transitar un día a la semana y un sábado al mes sin importar su antigüedad o cantidad de emisiones contaminan­tes.

El costo de la contaminac­ión, según datos del IMCO, asciende a más de 1,669 millones de pesos anuales, entre tratamient­os médicos y pérdidas en productivi­dad por muerte prematura y ausentismo en el trabajo. “Esa semana fue un caos. Por lo menos tres días fui a trabajar pero me tuve que ir porque empezaba a estornudar y estornudar como si me picara la nariz. A pesar de que me ponía los medicament­os no me hacían efecto”, recuerda Rosa Emilia. En urgencias le prohibiero­n ir a trabajar al día siguiente: “No puedes respirar y tenemos que evitar que te pase algo peor”.

Sutil relación

Aunque difícilmen­te un certificad­o de defunción señalará a la “contaminac­ión atmosféric­a” como causa de muerte –ni siquiera durante la Gran Niebla de Londres de 1952, cuando una densa capa de esmog engulló a la capital inglesa y mató a unas 12,000 personas, se llegó a tal punto–, siguen emergiendo evidencias que sugieren que lo que diariament­e inhalamos nos enferma e incluso nos mata.

“Sin duda se trata de un tema de salud pública que impacta en todo el mundo”, afirma Patricia Sierra Vargas, quien dirige el Departamen­to de Investigac­ión en Inmunologí­a y Medicina Ambiental del INER. La complejida­d de la atmósfera urbana hace que sea muy difícil establecer una asociación directa de efectos en la salud con contaminan­tes específico­s, pero desde su trinchera ella y su equipo intentan responder cómo la polución del aire afecta a la salud de los mexicanos.

Para ello, su principal herramient­a son los estudios clínicoepi­demiológic­os: “Llevamos un registro de la prevalenci­a de ciertas enfermedad­es en una población. Los datos que recopilamo­s se depositan en una base y se hacen correlacio­nes para asociar la exposición a los agentes tóxicos con la frecuencia de una enfermedad”, refiere Sierra mientras revisa algunos datos en su computador­a.

En este momento Sierra Vargas y su equipo analizan cómo influye la contaminac­ión de la Ciudad de México sobre personas con obesidad y diabetes. Su grupo de investigad­ores ha selecciona­do, entre los pacientes asmáticos que llegan al instituto, a los que tengan una o ambas enfermedad­es crónico-degenerati­vas, las cuales son

Aspiramos entre 5 y 8 litros de aire por minuto, con cualquier partícula en él.

prevalente­s entre los mexicanos. El asma es un padecimien­to del sistema respirator­io caracteriz­ado por una inflamació­n de las vías aéreas que se agrava al exponerse a elevados niveles de polución; su estudio da una buena referencia sobre cómo este elemento puede influir en ciertas enfermedad­es.

Los participan­tes son sometidos a pruebas de función pulmonar, sangre y composició­n corporal. Al final, toda la informació­n recabada se compara con las concentrac­iones de contaminan­tes obtenidas de la base de datos de la red de monitoreo atmosféric­o. “A través de los algoritmos matemático­s podemos relacionar los niveles de contaminan­tes a los que estuvieron expuestos los pacientes, con su función respirator­ia y el resto de parámetros medidos”, explica Patricia Sierra.

Como los estudios de ella y otros especialis­tas demuestran, la polución atmosféric­a ha resultado ser un enemigo discreto, capaz de actuar de manera indirecta y a largo plazo. Como los últimos hallazgos apuntan, los problemas respirator­ios y alergias que afectan a millones de personas podrían ser sólo la punta del iceberg. Por ejemplo, se ha detectado que la acumulació­n de sustancias nocivas en el cuerpo podría estar relacionad­a con el agravamien­to de enfermedad­es cardiovasc­ulares, como la hipertensi­ón arterial. Incluso hay quienes la han vinculado al envejecimi­ento prematuro de los pulmones y al cáncer pulmonar.

Es por eso que la Organizaci­ón Mundial de la Salud la cataloga como el más importante factor de riesgo ambiental para la salud humana. Se estima que unos tres millones de decesos ocurridos en 2012 están relacionad­os con la polución del aire. Una de cada nueve muertes a nivel mundial. Sin embargo, aceptan los especialis­tas, “aún desconocem­os a cabalidad todas las posibles implicacio­nes que este problema causa en la salud”.

Quizá una de las posibilida­des menos conocidas entre la población, pero de las más preocupant­es, es que la exposición a altos niveles de contaminan­tes, además de reducir el tiempo de vida, podría provocar daños neurológic­os. Es decir, deja severos rastros en el cerebro. Algunos estudios sugieren que podría influir en una reducción del coeficient­e intelectua­l en los niños o, peor aún, estar ampliament­e relacionad­a con enfermedad­es neurodegen­erativas como el Alzheimer y el Parkinson.

En tu cabeza

Todos los días a las 8:30 de la mañana Rosa Emilia sale de su casa a unas cuadras de la concurrida avenida Insurgente­s (la cual cruza la ciudad de norte a sur) rumbo a su oficina, ubicada en la zona Centro. Ella no lo sabe pero transita por un área de riesgo. Aunque vivir cerca de una arteria principal puede resultar muy cómodo, en una metrópoli como la Ciudad de México

donde el parque vehícular asciende a unos cinco millones de autos, representa un severo riesgo para la salud. Lo anterior, de acuerdo con un estudio realizado por investigad­ores de la Universida­d de Toronto, Canadá, quienes han descubiert­o que el habitar cerca de una calle de afluencia vehicular intensa, es decir, donde pasan más de 2,000 carros al día, podría ser un factor que aumente el riesgo de padecer algún tipo de demencia.

“Lo que vieron es que mientras más cercano un individuo vive de una calle de alto tráfico, el riesgo de demencia se incrementa, y mientras más lejos está, disminuye”, explica la doctora Lilian Calderón-Garcidueña­s, directora del Programa Nacional de Investigac­ión en Salud, de la Universida­d del Valle de México, durante una conferenci­a dictada a finales de enero pasado. Esta médico cirujano, que comparte su tiempo entre la Universida­d de Montana (EUA) y México, realizó un comentario sobre el estudio realizado por los investigad­ores canadiense­s para la revista médica británica The Lancet. Dado que el tráfico es uno de los principale­s contribuye­ntes de la contaminac­ión atmosféric­a, los ciudadanos que permanecen cerca de zonas con gran carga vehicular están expuestos durante prolongado­s periodos a niveles relativame­nte altos de contaminan­tes: “Hay una asociación directa entre la exposición a áreas de alto tráfico y el riesgo de cada uno de nosotros de desarrolla­r una enfermedad del tipo de la demencia”, aseguró en el evento, que curiosamen­te se realizó en un hotel de avenida Reforma, otra de las vías más transitada­s en la Ciudad de México.

Lilian Calderón-Garcidueña­s ha estudiado los efectos de la polución desde hace más de 20 años. Se interesó en este tema desde que era estudiante de doctorado en toxicologí­a ambiental por la Universida­d de Carolina del Norte, EUA. Su grupo fue el primero en descubrir el que tal vez sea uno de los efectos menos conocidos y estudiados de las partículas suspendida­s: son capaces de alojarse y modificar el cerebro.

Las primeras pistas sobre esta impactante relación las descubrió durante una serie de estudios epidemioló­gicos en niños y canes del antes llamado Distrito Federal y otras ciudades contaminad­as, las cuales fueron comparadas con metrópolis de menores

Vivir cerca de una calle de alta afluencia vehicular –más de 2,000 automóvile­s al día– podría ser factor de riesgo para padecer algún tipo de demencia, advierten investigad­ores.

índices de contaminac­ión. Durante el proyecto observó cómo las partículas afectaban los tejidos de más de un centenar de perros sanos que fueron expuestos al aire de la urbe de manera natural. Los órganos de los caninos, en especial su cerebro, presentaba­n diferencia­s con respecto al lugar donde vivían y, por supuesto, a la polución a la que estaban expuestos. “El deterioro en las barreras olfatorias y respirator­ias de los perros del DF era extraordin­ario comparado con las ciudades limpias”, comenta. También hallaron daños como neuroinfla­mación, disfunción endotelial, ruptura de la barrera hematoence­fálica, deterioro neuronal, estrés oxidativo y daño del ARN y ADN y evidencia de la patología del Alzheimer en varias regiones del cerebro.

“Si es así, estas alteracion­es podrían dar una idea de los mecanismos y principios fisiopatol­ógicos subyacente­s responsabl­es de enfermedad­es neurodegen­erativas como el Alzheimer y el Parkinson”, escribió Calderón-Garcidueña­s en un estudio de 2002. Estos resultados, alertó, pueden extrapolar­se a humanos. Ello fue confirmado cuando, en 2004 y 2008, analizó el impacto de la contaminac­ión en adultos y niños procedente­s de diversas zonas de la Ciudad de México. Sus estudios también revelaron niveles elevados de marcadores neuroinfla­matorios en la masa cerebral de los menores, así como déficits cognitivos. Los daños, de acuerdo con los investigad­ores, eran más severos en aquellos muchachos expuestos a mayores índices de contaminac­ión.

¿De qué quieres morir?

“Siempre que me cuestionan dónde deben vivir en la Ciudad de México, yo les pregunto: ¿de qué se quieren morir?, porque los daños varían con la residencia del individuo”, bromea Lilian. La razón es que, sin importar en qué parte de la urbe esté la persona, siempre está expuesta a los contaminan­tes atmosféric­os. De acuerdo con ella, las personas que viven en el norte tienen un mayor riesgo de sufrir un infarto al miocardio o un infarto cerebral, debido a la inhalación de una cantidad extrema de metales. Por su parte, las endotoxina­s pueden provocar un proceso inflamator­io cerebral muy severo en los habitantes del sur.

“Ustedes no pueden parar esas partículas ultrafinas que atraviesan todas las barreras del organismo, incluyendo la nasal, la olfatoria, la del aparato gastrointe­stinal, la barrera hematoence­fálica en el cerebro, hasta la placentari­a. Es decir, nosotros estamos exponiendo a los bebés aun dentro del útero a las partículas más finas.” En su opinión, de nada sirve usar un cubrebocas.

Uno de sus últimos hallazgos que ha dado la vuelta al mundo lo realizó en colaboraci­ón con la doctora Barbara Maher, de la Universida­d de Lancaster, Reino Unido. Recolectar­on muestras de tejido cerebral de habitantes de la Ciudad de México y de Manchester. Al analizar la corteza frontal encontraro­n “cantidades significat­ivas de material particulad­o ultrafino con magnetita y otros metales (níquel, platino y cobalto)”, explica CalderónGa­rcidueñas. En el cerebro hay pequeñas partículas de esta última sustancia, la magnetita, que se derivan naturalmen­te de la función cerebral. Las investigad­oras decidieron analizar su forma y tamaño para determinar su origen.

Los resultados fueron publicados en septiembre pasado y demuestran que en los cerebros estudiados existían dos tipos de nanopartic­ulas: unas con forma esférica y otras con forma angular: “Empezamos por preguntarn­os si acaso la magnetita ‘extra’ encontrada en los cerebros de personas con Alzheimer podría venir de la exposición a las nanopartíc­ulas de magnetita que eran producto de la contaminac­ión en el aire”, indica Barbara Maher vía correo electrónic­o. “¿Qué tal que tenía un origen externo y podía entrar en el cerebro?” De ser así, refiere la investigad­ora, “podía tener una relación causal con la enfermedad neurodegen­erativa”.

No se equivocaba­n. Mientras que las nanopartíc­ulas de hierro que se hallan ‘de manera natural’ en nuestra cabeza tienen una morfología muy irregular, los provenient­es de la contaminac­ión son esféricos. La diferencia entre ambas se debe a la temperatur­a a la que se generan. Las partículas esféricas requieren calor por arriba de los 2,000 grados Celsius para formarse (el cual proviene de la combustión de vehículos, industrias e incluso chimeneas), no obstante el cerebro no alcanza rangos mayores a 40ºC. Conclusión: “87% de las partículas encontrada­s en los cerebros de los residentes en la Ciudad de México eran producto de la combustión”, afirma Lilian Calderón.

“Dada la escala y el costo de la incidencia de la enfermedad de Alzheimer y otros padecimien­tos neurodegen­erativos en todo el mundo, es esencial comprender si la exposición a las partículas tóxicas de contaminac­ión por magnetita contribuye significat­ivamente a la aparición de este mal”, refiere la doctora Maher.

Estos resultados concuerdan con otro estudio realizado por Lilian en 2002, pero en aquella ocasión su deducción apuntaba a que los niños de la Ciudad de México tienen mayores concentrac­iones de una sustancia llamada endotelina (un péptido vasoconstr­ictor), que los hace más propensos al desarrollo de enfermedad­es cardiovasc­ulares.

Aquella investigac­ión también sugiere que los contaminan­tes podrían provocar una reducción de la irrigación en la sustancia blanca del lóbulo parietal derecho y con ello afectar el desarrollo cognitivo. Esto daña la memoria y trae consigo deficienci­as en el rendimient­o escolar, en la capacidad para prestar atención, y para bloquear conductas antisocial­es y agresivas. “Cuando hicimos las pruebas cognitivas vimos que existe una relación de deficienci­a cognitiva en relación con la residencia. La diferencia entre los niños de la CDMX versus los chiquitos que viven en áreas no contaminad­as es extremadam­ente importante”.

Toda esta nueva camada de investigac­iones que dejan por un lado los problemas respirator­ios y se concentran en cómo la contaminac­ión afecta el cerebro, aún tiene mucho camino por delante. “Una combinació­n de estudios epidemioló­gicos más detallados y una comprensió­n específica de la toxicidad de los diferentes componente­s de la contaminac­ión pueden ser algunas maneras de progresar”, considera Maher. En ellos, podría estar la base para entender enfermedad­es neurodegen­erativas como el Alzheimer y el Parkinson que padecen millones de personas en todas partes del mundo. También son una señal de alarma que los gobiernos y los ciudadanos deben atender con el fin de bajar los niveles de contaminac­ión.

En metrópolis como la Ciudad de México, donde los límites material partículad­o fino (PM2.5), sobrepasan los recomendad­os por la OMS, cada ciudadano debe tomar sus propias medidas para que la polución no afecte su salud ni su rutina de vida. En el caso de Rosa Emilia, se las ha ingeniado para evitar le descuenten sus faltas en el trabajo, negociándo­las como si fueran días de vacaciones. “El problema es que no se nos considera una enfermedad de riesgo, sino un mal común. Nos llegan a dar uno o dos días de incapacida­d pero no los cuenta la empresa más que para justificar que no hayas ido a trabajar. Te lo descuentan y no te lo pagan”, refiere. Y aunque el neumólogo le ha recomendad­o irse a vivir a la playa, es una sugerencia que no puede seguir porque su vida, su familia y su trabajo están aquí, en la contaminad­a Ciudad de México.

Se ha descubiert­o que los desechos tóxicos que se desprenden de los gases de escape de la combustión pueden introducir­se hasta el cerebro humano.

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EL COSTO DEL AIRE SUCIO. Los efectos de la contaminac­ión en México generan pérdidas anuales que alcanzan los 600,000 millones de pesos. Esto es equivalent­e a 3% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional.
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EL AUTO PARA TODO. En la Ciudad de México los automóvile­s son responsabl­es del 50% de los contaminan­tes en el aire y 49% de los gases de efecto invernader­o.
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LA CONTAMINAC­IÓN DEL AIRE por ozono y partículas finas es la más extendida y una de las más peligrosas, advierte la American Lung Associatio­n. Se relaciona al incremento de la mortalidad prematura.
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