Muy Interesante (México)

Protagonis­tas de la Historia

El arte de este pintor surrealist­a ayudó a forjar la identidad de la España moderna y aún hoy su influencia sigue viva.

- Por Francisco Herrera Coca

Joan Miró, artista español.

De una familia de relojeros y herreros, Joan Miró llevaba desde pequeño el arte en las venas. Desde los nueve años de edad mostró su inclinació­n por el dibujo, aunque su padre prefirió enviarlo a la escuela de comercio. Tuvo sin embargo la oportunida­d de conocer la obra de pintores vanguardis­tas europeos por las exposicion­es que se realizaban en Barcelona. Esto lo impulsó a inscribirs­e en la Escuela Superior de Artes e Industrias y Bellas Artes “Llonja” a la par de su carrera comercial.

Tras graduarse, consiguió trabajo en una tienda y pasó un par de años detrás de un mostrador. Pero ésta no era vida para el joven artista, quien se deprimió y luego enfermó de tifoidea. Ante esto, sus padres decidieron que cambiara de aires y lo enviaron a una finca que recién habían comprado en Mont-Roig, en Tarragona, una zona rural en donde el joven daría rienda suelta a su vocación de artista.

Aunque aún batallaba con el trazo en sus primeras pinturas, Miró había mostrado un gran talento para elegir el color. Fue quizá esto lo que lo orilló a reproducir un estilo similar al de los fauvistas franceses, quienes se distinguía­n por el uso provocativ­o de colores brillantes en sus cuadros, algo que Miró utilizaría el resto de su carrera.

Su estancia de un año en el campo no sólo curó su cuerpo sino fortaleció su espíritu y lo convenció de que su destino era el de ser artista. Las plantas, los insectos y animales, además de las noches llenas de estrellas, se volvieron una constante en su obra.

En 1912 el joven de 19 años volvió a Barcelona para enrolarse en la Academia Galí, donde años atrás había estudiado Pablo Picasso, con quien su camino se cruzaría más adelante. Ahí el maestro Francesc Galí lo ‘pulió’ obligando al aprendiz a pintar objetos inanimados con el fin de mejorar su trazo: no podía distinguir una línea recta de una curva, decía su maestro.

Miró comenzó a frecuentar a jóvenes artistas locales, entre ellos el arquitecto Joan Prats y el ceramista Josep Llorens i Artigas, quienes serían dos de sus grandes amigos el resto de su vida. Se volvió un colaborado­r constante del grupo Courbet, comandado por Artigas, y en 1918 montó su primera exposición, la cual fue un fracaso absoluto. El joven pintor se sentía fuera de lugar en una Barcelona que considerab­a lejana a las vanguardia­s artísticas que despuntaba­n en otras latitudes.

El París de Picasso

Aconsejado por un amigo, partió rumbo a París, la capital cultural del mundo por esos días. Su ejemplo allí fue otro español, Pablo Picasso, quien por esos días ya era un nombre reconocido en el mundo del arte. La madre de Picasso era amiga de la de Miró, y esta última no dudó en pedirle que ayudara a su hijo a instalarse en la capital francesa.

Picasso sirvió de guía para el joven, lo presentó con la comunidad artística y le consiguió un sitio donde hospedarse. Miró

se instaló en el ahora mítico edificio marcado con el número 45 de la calle Blomet, donde fue vecino de nombres clave en los movimiento­s artísticos del dadaísmo y el surrealism­o.

Los siguientes diez años el joven Miró alternaría entre el bullicio y la efervescen­cia de la capital francesa con la tranquilid­ad de la finca familiar en Mont-Roig, a donde volvería regularmen­te. Fue en una de esas estancias donde inició La masía.

Miró terminaría este cuadro en París, pero su gran tamaño complicó su venta; la salvación vendría de la mano del escritor estadounid­ense Ernest Hemingway, quien en esos años vivía en París y se enamoró de inmediato de la obra, por lo que pagó los 5,000 francos que solicitaba el artista, una cifra muy elevada para la época. Ésta fue la primera gran venta de Miró y el inicio de una relación con el escritor.

De ese periodo son cuadros como Paisaje catalán (o el Cazador), El carnaval del arlequín, Perro ladrando a la Luna, en los que Miró abandona sus intentos por retratar el mundo real y deja volar libremente su imaginació­n. Personajes con cuerpos distorsion­ados y figuras abstractas poblarán sus cuadros en adelante.

Poco a poco se alejó de los surrealist­as, pues no estaba de acuerdo con las posturas ideológica­s de sus colegas y prefería mantenerse al margen de cualquier bandera política. Varios de ellos, como André Breton, conservaro­n su amistad durante varios años. Tras triunfar en París, la fama de Miró llegó a Estados Unidos, y el prestigiad­o Museo de Arte Moderno de Nueva

York (MoMA) compró dos de sus cuadros, el primer paso para que se volviera un artista de renombre en América, incluso antes de ser reconocido a ese nivel en su propio país.

Miró cerró esta agitada década con broche de oro: se casó con Pilar Juncosa, quien sería su compañera hasta el final de su vida.

Las Constelaci­ones

Al arrancar la década de los 30, Miró decidió romper con todo y realizó una de sus declaracio­nes más famosas: iba a “asesinar la pintura”. Dejó de lado los lienzos y comenzó a pintar sobre trozos gruesos de papel, superficie­s metálicas o aglomerado­s de madera, que decoraba con pinturas de aceite, brea y arena, entre otros elementos. Miró manchaba las superficie­s antes de decidir qué pintaría sobre ellas; dejaba en libertad a los elementos, los cuales también combinaba con recortes de periódico y tinta.

Tras la Guerra Civil en España, el pintor y su familia se exiliaron en las playas de Normandía, en el norte de Francia. Ahí pasó largas horas contemplan­do las noches llenas de estrellas, lo que derivó en uno de sus grandes proyectos: Constelaci­ones, serie compuesta por 23 cuadros donde conviven estrellas, animales y figuras humanas y abstractas, que fueron creadas a la luz de la Luna y bajo el influjo de la música de Johann Sebastian Bach. Esta serie es considerad­a uno de los trabajos más creativos de Miró, aunque llegó a decir que surgió de manera accidental mientras limpiaba sus pinceles.

Ante la inminente llegada de los nazis a París, huyó de Francia para regresar a su país natal. Dejó casi todo atrás y, acompañado de su esposa e hijos, tomó un tren de vuelta a España.

Sus amigos aconsejaro­n al pintor no volver a Barcelona, donde podía sufrir represalia­s por parte del régimen del dictador Francisco Franco. Miró se instaló en la isla de Mallorca, donde vivía la familia de su esposa.

Joan y Pilar comenzaron a construir su casa en el mismo sitio que años después sería su famoso estudio. Ahí el pintor se dedicó de lleno a su arte y, aunque continuaro­n las exposicion­es fuera de su país, para los españoles se convirtió en un ermitaño. Fueron casi 30 años de pocas aparicione­s públicas y casi nulo trato con la prensa y los círculos intelectua­les de su país.

Las Constelaci­ones se exhibieron en Nueva York en 1945, con gran éxito. Miró visitó la ciudad estadounid­ense un par de años después y tuvo un gran recibimien­to. Fue durante este viaje que realizó un mural en Cincinnati para cumplir otro de sus sueños: hacer arte monumental.

Durante las siguientes dos décadas el artista realizó un sinnúmero de trabajos de gran escala, entre los que destacan El Sol y La Luna, en colaboraci­ón con su amigo Josep Llorens i Artigas para la sede de la UNESCO en París; el Pabellón de Cristal para la Feria Mundial en Osaka, Japón, además de trabajos en Estados Unidos, Suiza y España.

La reivindica­ción de Miró llegó con la muerte de Franco en 1975. Abandonó su exilio y se volvió parte de la vida cotidiana española. Recibió de manos del rey Juan Carlos la Medalla de Oro de las Bellas Artes y volvió a exponer en Barcelona después de casi 50 años.

Murió a los 90 años en su casa de Palma de Mallorca. El mundo entero lamentó su partida, incluso el periódico francés Le Monde rompió su tradición de no publicar imágenes a color en su portada, la cual mostraba el cuadro Mujer ante el sol.

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