México al descubierto
Este corredor de la montaña hidalguense esconde rincones espectaculares.
Mineral del Chico, Hidalgo.
Desde hace siglos los habitantes del antiguo pueblo minero de Mineral del Chico, en Hidalgo, atestiguan y velan por mantener en buen estado sus magníficos bosques solitarios, vestigios de un territorio silvestre que desaparece poco a poco en el territorio nacional.
Inaugurado en 1565 como paso comercial hacia Pachuca, debido a la fiebre del oro y la plata que privó en la región –donde, se dice, hubo hasta 300 minas de plata en tiempos de esplendor–, el pueblo que ahora es Mineral del Chico fue conocido primero como Real de Atotonilco (lugar de agua caliente), y más tarde Atotonilco el Chico, para diferenciarlo del otro, Atotonilco el Grande, ubicado un poco más al norte del estado. Para el siglo XIX, al formarse la República, perdió el nombre de Real de Atotonilco el Chico y se instauró la denominación actual. Hoy es simplemente El Chico o Mineral, para los locales, un pequeño poblado de calles empedradas, impecables, sitiado gustosamente por ríos, valles y una enorme reserva ecológica conservada como pocas en este país.
Lo primero que llama la atención al cuerpo es el clima: una espesa niebla helada se cierne sobre la cúpula de la única iglesia del pueblo, durante el invierno. La atmósfera reclama sus propios modos y aquí es común el silencio y el recogimiento hasta que los primeros rayos de sol se cuelan al mediodía. Para el viajero que lo visita por primera vez se recomienda, antes que ninguna otra cosa, calentar un poco la garganta con un delicioso café de olla con canela o, si se es más arriesgado, degustar una “tachuela” directo en el bar del mismo nombre localizado en el corredor de la plaza central. La receta es un secreto de su creador, don Jorge Olmos, desde 1960, y se cuenta que lleva una mixtura de hierbas silvestres y frutas acompañada por un componente alcohólico que curiosamente, dicen, cura la cruda. En cualquiera de los pequeños restaurantes se come muy bien (o si nos toca mercado, las quesadillas son inmejorables), pero no hay que perderse algunos platillos especiales de temporada como los guisados con escamoles, los quelites o los chinicuiles. También hay que probar los hualumbos (en el restaurante El Minero los preparan bien), elaborados con flores de maguey o flores de madroño en tortitas.
Para hospedarse lo mejor es rentar una cabaña a las afueras del pueblo (son las que suelen tener las mejores vistas y aromas del bosque) y hacer de ella nuestra base. Las hay muy lujosas y exclusivas hasta las que sólo ofrecen un jardín para acampar. Para nosotros la óptima fue una intermedia, a 10 minutos del centro, llamada Cabaña Los Pinares. Allí mismo conseguimos un guía que nos organizó un itinerario para practicar el senderismo, que es el gran atractivo de Mineral del Chico.
Laberinto natural
La primera salida puede ser al mirador Peña del Cuervo, donde la vista domina casi todo el Parque Nacional El Chico, el enorme bosque protegido por el gobierno desde tiempos de Porfirio Díaz. Si hay un día despejado se pueden ver desde allí dos formaciones rocosas gigantes llamadas “Las Monjas”, que, cuenta la leyenda, obtienen su nombre de una peregrinación de religiosas católicas que se quedaron a dormir en este paraje y en una noche de locura “olvidaron sus votos e incurrieron en pecado”, con lo que se hicieron merecedoras al castigo de convertirse en piedra. Frente a ellas, aunque ya montadas sobre el Valle del Mezquital, están sus contrapartes rocosas denominadas “Los Frailes” que, como las primeras, suelen usarse como paredes de escalada y escenarios para practicar el downhill o ciclismo de montaña.
Luego del mirador nos dirigimos a un lugar que puede sorprender hasta al viajero más experimentado: el soberbio laberinto de rocas conocido como El Contadero, también dentro del Parque Nacional. El camino desde el pueblo es de terracería, por lo que se recomienda un vehículo de buena tracción, o bien, recorrerlo a pie por unas cuatro horas. Es indispensable acudir con un guía que conozca el lugar como la palma de su mano, pues son famosas las historias de viajeros perdidos. También son muy populares la leyendas de bandidos durante el virreinato, que usaban este espacio natural laberíntico para esconder sus cargamentos de plata robada. Desde luego, no falta el que asegura la posibilidad de que algunos tesoros sigan enterrados aquí en alguna grieta o fisura, esperando a ser encontrados. En realidad, el tesoro está a la vista de todos: los desfiladeros y los arroyuelos que corren al interior del laberinto son casi hipnóticos y la luz que cae por los despeñaderos bien merece un par de días de observación minuciosa. Por los microclimas que se dan al interior, crecen árboles y arbustos endémicos, y más de un osado aprendiz de biólogo querrá quedarse en este bellísimo espacio a acampar y explorar.
Día extremo
Antes de regresar al pueblo podemos dar una rápida visita al río El Milagro, donde se puede practicar rapel, cañonismo y
recorrer las minas de San Antonio y La Guadalupe, acondicionadas para hacer que el viajero viva el ambiente original de aquellos mineros que hicieron rica a esta zona. Y si lo nuestro son las emociones fuertes, otra muy buena opción es ir a Vía Ferrata, un desarrollo ecoturístico operado por la empresa H- Go Adventures, donde pueden ayudarnos a vivir un día extremo aun sin ser grandes deportistas. Hay opciones seguras incluso para los niños, como el canopy (una ruta de puentes colgantes, barandales de acero y tirolesas que no es precisamente barata pero que vale cada centavo por lo divertidas que resultan).
En el pueblo basta con dar un paseo por la plaza –llena de atractivos como curiosas artesanías de semilla, una fuente labrada y la iglesia de la Purísima Concepción, que data del siglo XVI– para entender su encanto: la vocación conservacionista y de buen anfitrión de los habitantes contrasta con un pasado comercial boyante que hoy les permite ofrecer un refugio donde respirar puede volver a ser una actividad placentera.