Usos y costumbres
Parte II Usos y costumbres
La historia de la lectoescritura es fascinante. Sergio Pérez Cortés, doctor en Lingüística por la Universidad París X-Nanterre, en su libro La travesía de la escritura es prolijo en detalles. Es interesante descubrir, por ejemplo, que la evolución de la lectura tuvo un camino separado al de la escritura. Los autores antiguos, se menciona, desde los griegos, romanos y más tarde el alto clero de la Iglesia romana, dictaban sus obras, no las escribían por sí mismos. “Las grandes obras espirituales, filosóficas, técnicas y científicas de la época clásica fueron dictadas de viva voz por sus autores, dejando a los escribientes la tarea de plasmarlas en papiro.” Esto no significaba que no supieran hacerlo, o que no reconocieran la importancia que tenía el texto escrito. Una de las primeras grandes discusiones sobre esta tecnología era que dictar tenía inconvenientes, pues por ejemplo el escribiente tal vez no podía hacer coincidir la composición con la enunciación correcta. De este modo, los secretarios y copistas fueron los primeros. Fue Marco Tulio Tirón quien dio un empuje a esta tecnología, una especie de mejora, al innovar con una versión latina antigua de taquigrafía. Desde la Antigüedad la acción de escribir fue considerada un arte manual, que exigía buena salud, pero incompatible con la reflexión de manera simultánea. La evolución importante en este sentido llegó a mediados del siglo III, cuando la práctica de la escritura empezó a transformarse en un acto individual, aunque tomó varios siglos hasta que se hizo práctica común –los utensilios para llevarla a cabo, tinta y papel, eran escasos y costosos–. El siguiente paso, por supuesto, fue la llegada de la imprenta; sin embargo, su difusión dependió mucho del contexto cultural en el que se desenvolvieran los lectores.
Fase de adaptación
Hasta bien entrada la Edad Media, no existía ningún material impreso en el ambiente social; ni periódicos, ni revistas, ni catálogos, tampoco anuncios, carteles o señalamientos de tránsito. Los pocos libros que existían, la evidencia de escritura, al menos en la Europa occidental, estaban escritos a mano, sujetos con cadenas para no ser robados. Sólo se les encontraba en edificios públicos, o en bibliotecas de aristócratas. Cuando Luis XI (1423-1483) de Francia necesitaba leer un libro de la Biblioteca de la Universidad de París, debía dar en prenda una copa de plata como garantía de que lo regresaría, esto ante el recelo de los profesores. Hasta el siglo XIV, una persona de cada 500 sabía leer, aunque no necesariamente escribir. Quizá no había tal necesidad, en virtud de que no había muchos ‘gadgets’ dónde practicar esta habilidad tecnológica. Un libro podía tener el valor de una casa pequeña, así que las posibilidades de tener uno eran casi imposibles para el grueso de la población. Los pocos libros que existían, en su mayoría pertenecían a la Iglesia; ejércitos de monjes tardaban meses, o años, en la escritura de un solo ejemplar. Las letras se hacían con mucho cuidado, y tal era el arte de la caligrafía en aquella época, cuya dedicación y pericia hicieron que artistas contemporáneos como Rammellzee (1960-2010) compararan la estética conseguida por estos monjes con los grafiteros neoyorquinos de finales de la década de 1970. Por supuesto que la llegada de la imprenta de Gutenberg fue una primera gran revolución dentro de la historia de la escritura, sin embargo el hábito de la lectura no fue adoptado de inmediato.
Las primeras biblias de Gutenberg aparecieron entre 1454 y 1456, pero tuvieron que pasar más de 200 años hasta que dicha tecnología fuera ampliamente ‘adoptada’ por una parte de la sociedad. Si lo vemos en perspectiva, pensemos que Internet tiene apenas
La acción de escribir fue considerada en la Antigüedad como un arte manual incompatible con la reflexión de manera simultánea.
alrededor de 20 años en funcionamiento pleno, desde mediados de la década de 1990 cuando empezó a ser accesible a las personas, pero no a todas en principio; si hubieran tenido que esperar lo mismo que los libros en alcanzar un público más amplio, no habría sido sino hasta el año 2197 que una tercera o cuarta parte de la población tendría acceso a esa tecnología.
Nicho y tendencia
Otra gran evolución en términos culturales que tuvo esta tecnología, sin embargo, ocurrió a mediados del siglo XVI, cuando el hombre aprendió a leer en silencio. Al respecto, el historiador francés Philippe Ariès señalaba que en el momento en que las personas pudieron practicar la lectura en esta modalidad –en la intimidad, alejadas de la comunidad, que les permitiera una reflexión solitaria ante un libro–, esta ‘privatización de la práctica de la lectura’ tuvo una importancia tal que se le considera un pilar de la modernidad.
“Las personas demostraban así una competencia nueva: leer sin tener que expresarlo oralmente, en voz alta o baja”, se menciona en el quinto fascículo de Historia de la vida privada, de Ariès, dedicado al análisis de los procesos en los cambios de la sociedad entre los siglos XVI-XVIII. La interiorización de lo que transmite el texto al lector, lo hace suyo y de nadie más. La lectura es más rápida, cómoda, a diferencia de otros siglos, en los que una persona era quien leía en voz alta para toda una comunidad –o tratándose de una práctica individual, era necesario leer en voz alta para comprender las ideas que se expresaban–. Esta clase de lectura sólo la habían conseguido los monjes copistas de los monasterios a mediados del siglo XII, aquellos dedicados a transcribir la Biblia. Para el siglo XV ya es una manera común de hacerlo, pero sólo los familiarizados con la escritura y alfabetizados. Para muchas personas de entonces los libros eran objetos extraños, muy raros y sin fines prácticos. “Hasta el siglo XIX los lectores neófitos son claramente identificados porque son aquellos que lo hacen en voz alta, incapaces de hacerlo en silencio. Para quienes pueden practicarla, la lectura en silencio abre nuevos horizontes”, explica el historiador Roger Chartier en su ensayo sobre la transición histórica de la lectura Las prácticas de lo escrito. Se identifica en los libros un manejo de referencias percibidas visualmente, que por lo general se asociaban a la conversación; existe un diálogo con el libro –o con el autor del mismo–.
A finales de la Edad Media, en Europa, leer en silencio y en privado ciertos manuscritos les había permitido a muchos tener contacto con ideas revolucionarias, proscritas por la Iglesia, sin que otros se enteraran. Textos considerados heréticos, ideas críticas y por supuesto libros eróticos debidamente ilustrados, empiezan a formar parte de la vida de quienes saben utilizar esta clase de tecnología. La imprenta permite una mayor reproducción de textos a un costo inferior, pero es hasta el siglo XVI que la lectura es apenas una novedad reciente en medios laicos. Los libros son como un gadget que apenas está en adopción entre clases medias. Además, no todos los que pueden leer saben escribir, y esto es un punto muy importante a destacar; quienes saben escribir, deben practicarlo, de otra manera no les es muy útil.
Los llamados “inventarios de posesiones”, un listado de los artículos personales realizado cuando alguien moría, ha sido un método para conocer la penetración de esta tecnología en los hogares europeos del siglo XVI. Es notable que por entonces sólo los clérigos eran quienes, gracias a su educación – eran los únicos, además de las clases gobernantes–, tenían acceso a ellos. Al menos en Francia uno de cada tres inventarios de entre los años 1474 a 1550 dan razón de la posesión de libros. Nueve de cada 10 clérigos tienen libros. Tres de cada cuatro miembros de profesiones liberales –médicos, abogados, notarios, contables, profesores–, uno de cada dos nobles, uno de cada tres comerciantes y sólo uno de cada 10 trabajadores manuales. Entre los siglos XV y XVI, un artesano pasó de tener un solo libro en casa a cuatro volúmenes, y un comerciante, de cuatro a 10 títulos. Un médico podía tener de 26 a 62 en promedio. En Inglaterra, para 1620 cerca de 45% de los artesanos textileros contaban con libros.
Es notable la comparación que se ha hecho. En las ciudades alemanas a mediados del siglo XVIII, en zonas protestantes, entre el 77% y 88% de los inventarios tienen libros; en las ciudades francesas católicas, entre 22% y 36%. En una sola ciudad alemana, como Metz, entre 1645 y 1672, 70% de los inventarios protestantes cuentan con libros, mientras que 25% en inventarios católicos; 75% de los nobles protestantes poseen libros, y de los nobles católicos, 22%. Los de profesiones liberales adscritos a la religión protestante tienen tres veces más libros que sus colegas católicos, al igual que comerciantes, artesanos y funcionarios públicos. Los burgueses calvinistas tienen 10 veces más libros que sus contrapartes católicas.
“La lectura en silencio, por parte de las elites –escribe Ariès–, la posesión de libros por más individuos y en mayor número, su situación en el centro de la sociabilidad y de la experiencia individual, al menos en tierras protestantes, es el compañero predilecto de una nueva intimidad. La biblioteca se convierte, para quienes pueden tenerla, en un lugar de retiro, estudio y meditación. Libertad conquistada lejos del público. El hombre con sus libros, consigo mismo; sin ser reclusión o rechazo del mundo, da poder a quien se encuentra en ella.”