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Filósofopo­p

Semiólogo, novelista, filósofo y periodista. Umberto Eco fue un intelectua­l que trascendió géneros y fronteras.

- Por Francisco Herrera Coca

Umberto Eco nació en 1932 en Alessandri­a, una ciudad industrial en el noroeste de Italia. La zona tenía una fuerte actividad de empresas metalúrgic­as, en una de las cuales trabajaban su padre, Guilio, un contador, y su madre, Giovanna, una oficinista. Creció en un hogar de clase media bajo la dictadura de Benito Mussolini, el principal aliado de Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

Desde pequeño se sumergía tardes enteras en la biblioteca que su abuelo tenía en el sótano de su hogar, donde leía fascinado lo mismo las teorías de la evolución de Charles Darwin que las crónicas de los viajes de Marco Polo o las aventuras increíbles en el centro de la Tierra o bajo el mar de Julio Verne. Los cómics, otra de sus aficiones, serían clave para que años después elaborara sus teorías acerca de la cultura de masas. Más grande, recordaba cómo un soldado estadounid­ense, al final de la guerra, le regaló unas revistas de Dick Tracy y Li’l Abner que lo cautivaron de inmediato.

A su pasión por la lectura vino el gusto por la escritura, aunque su primera aventura fue en un concurso escolar, el tema era “¿Debo morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?”. El texto le valió el primer lugar en una competenci­a de jóvenes fascistas, los cuales, decía, eran en ese momento prácticame­nte todos los jóvenes italianos. Sería años más tarde cuando el filósofo, al igual que sus compatriot­as, conocería los excesos de su gobierno durante la guerra.

El ateísmo y la semiótica

Al término del conflicto, con el país devastado, Eco se refugió en la religión y se integró a una organizaci­ón de jóvenes católicos, en la que se mantuvo durante algunos años. Pese a que Italia es hasta la fecha una nación profundame­nte católica, en 1954 se registraro­n protestas en contra del anticomuni­sta papa Pío XII; esto orilló a Eco a renunciar a su organizaci­ón, aunque pasarían algunos años para que abandonara la fe y se convirtier­a en ateo.

Se matriculó en la Universida­d de Turín para estudiar Filosofía, y se tituló en 1956 con la tesis “El problema estético en Santo Tomás de Aquino”, el célebre teólogo de la Edad Media que permitió acercar a la Iglesia con los postulados del sabio griego Aristótele­s, idea que Eco retomaría un cuarto de siglo después en su novela El nombre de la rosa. Fue en estas fechas que se volvió ateo; años después diría en tono de broma que estudiar a Santo Tomás lo curó “milagrosam­ente de la fe”. De inmediato el recién graduado se integró a

la planta de profesores de su alma mater, además de hacerlo en las universida­des de Florencia y Milán, aunque al final recaló en la Universida­d de Bolonia, la más antigua de Europa, donde desde 1971 –hasta el año de su muerte, en 2016– impartió la materia de Semiótica.

La semiótica o semiología es la ciencia que estudia los signos en la vida social. Analiza la manera en que se comunica la sociedad; los códigos que crea y el significad­o que le da a estos signos. Fue en esta rama de la comunicaci­ón donde Eco realizó sus trabajos más importante­s.

Eco no discrimina­ba los temas ni las expresione­s culturales, lo mismo las populares o masivas que las reservadas a cierta élite o realizadas por artistas reconocido­s. “No soy un fundamenta­lista al decir que no hay diferencia entre Homero y Walt Disney; pero Mickey Mouse puede ser perfecto en cierto sentido como lo es un haikú japonés”, mencionó alguna vez en una entrevista. Fueron sus libros de ensayos, dedicados a la semiótica, los que le valieron un lugar entre los principale­s intelectua­les de su país. Apocalípti­cos e integrados (1964) y La estructura ausente (1968) se volvieron de inmediato referentes en los estudios de comunicaci­ón y son hasta hoy lectura obligada en las universida­des del mundo.

Pese a la fama, Eco siempre se negó a aceptar el papel de celebridad y era común verlo en los pasillos de los campus discutiend­o con sus alumnos sobre los más diversos tópicos mientras caminaba, siempre con un cigarro en la mano –de los que, se decía, podía fumar hasta 60 en un día–.

El joven novelista

Umberto publicó en 2011 el libro Confesione­s de un joven novelista, una recopilaci­ón de ensayos y conferenci­as donde disertó, entre otros aspectos, acerca del arte de escribir. Pese a que el libro se editó cuando tenía casi 80 años, explicó que se considerab­a un novelista joven ya que escribió su primera novela hasta 1980, cuando tenía 48 años.

Su aventura literaria comenzó en 1978, cuando una amiga editora le llamó para proponerle escribir un relato detectives­co. La premisa era invitar a escritores experiment­ados en campos como la filosofía o la sociología, pero sin experienci­a en literatura. A modo de broma, Eco le respondió que si decidía escribir una novela negra, tendría al menos 500 páginas y estaría ambientada en la época medieval; la editora no apreció la broma y cortó de tajo la conversaci­ón. Pero había sembrado la semilla que daría vida al novelista.

Durante los siguientes días Eco recordó dos imágenes que lo habían acompañado a lo largo de los años: la primera era la impresión que le había causado visitar, a los 16 años, el monasterio benedictin­o de Santa Escolástic­a en Subiaco, en la provincia de Roma. Ahí el curioso adolescent­e recorrió los pasillos hasta llegar a la biblioteca; dentro, sobre un atril, encontró abierto un ejemplar del Acta Sanctorum, un libro del siglo XVII sobre la vida de los santos. La postal lo conmovió y años después mutó en una nueva imagen, ésta producto de la imaginació­n del ahora adulto y académico: una historia que comenzara con un monje envenenado al lamer la página de un libro antiguo para desplegarl­a. Tardó dos años en escribir la novela, y la mezcla de escritura ágil con referencia­s cultas funcionó a la perfección: El nombre de la rosa vendió más de 10 millones de copias y fue traducida a más de 30 idiomas. Fue llevada al cine en 1986 de la mano del director francés Jean-Jacques Annaud, con el actor estadounid­ense Sean Connery en el papel de William Baskervill­e. “Pienso en mí como un profesor serio que escribe novelas los fines de semana”, llegó a decir sobre su éxito como novelista, pese al cual nunca abandonó las aulas universita­rias ni su trabajo prolífico como ensayista y conferenci­sta.

Eco escribiría otras seis novelas. Le siguió El péndulo de Foucault, que también fue un best seller, y pese al buen recibimien­to en la crítica, la meteórica fama le hizo ganar detractore­s. Publicó cinco novelas más, una cada seis o siete años, a lo largo de su vida; la última de ellas fue Número cero, publicada en enero de 2015, un año antes de su muerte.

La nave de Teseo

Eco se opuso a los excesos e intentos de censura del ex primer ministro y empresario italiano Silvio Berlusconi, quien en 2009 demandó a tres periódicos, entre ellos La Repubblica, donde Eco escribía, por publicar noticias sobre los escándalos derivados de su vida privada. El escritor encabezó protestas en pro de la libertad de expresión. Al lado de los escritores Hanif Kureishi, Tahar Ben Jelloun y Sandro Veronesi, fundó La Nave di Teseo, una editorial donde publicó su último libro de ensayos Pape Satàn Aleppe: Crónicas de una sociedad líquida. El cáncer lo había atacado desde un par de años atrás, por lo que trabajó a marchas forzadas para terminar este volumen, en el que recopiló sus mejores columnas publicadas en los últimos 15 años. Su editor presentó el libro justo el día de su funeral.

Murió a comienzos de 2016. Enemigo de la fama, había pedido que no se le realizaran homenajes al menos por 10 años. Dejó una biblioteca de más de 50,000 libros, donde destacan varios incunables. Es recordado como el intelectua­l que impartía conferenci­as en siete idiomas, griego y latín incluidos; el profesor de Semiótica que vivía entre Milán y París con su esposa Renate Ramge; el prolífico escritor con un legado de libros e ideas que seguirán influyendo en la mente de los estudiosos por muchos años.

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