National Geographic Traveler (México)

Fue apenas esta primavera

QUE SUPE DE LA EXISTENCIA DE VARIOS CENOTES EN LA SELVA DE SOTUTA, A UNOS 75 KILÓMETROS AL SURORIENTE DE MÉRIDA, YUCATÁN.

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Ya había visitado los de las regiones de Dzibilchal­tún, Cuzamá, Homún y Valladolid −los más conocidos entre yucatecos y turistas y cuyas fotografía­s inundan la red y las revistas de viajes. De inmediato me dispuse a la aventura, emocionada por conocer la pequeña población donde había nacido mi madre, por azares del destino, e internarme en la selva tupida de Yucatán.

MARIPOSAS AZULES

“¿Pediste permiso?”, preguntó Quetzal mientras nadábamos en el cenote “Mariposa Azul”, el primero de nuestro recorrido en el Rancho San Gerónimo, a unos cuantos kilómetros de Sotuta, un poblado pequeño en el centro geográfico de Yucatán, donde comienza la selva mediana. “No. ¿Tú sí?” “Sí, siempre; y cuando sales le das las gracias”. Lo había olvidado. Me preocupé un poco porque siempre trato de honrar los sitios considerad­os sagrados, de respetar su espacio y asimilarme a su atmósfera fuera del tiempo. “Cuando salgas das las gracias y ya”, me dijo, al notar mi ansiedad incipiente: no era para menos, las historias de buzos y nadadores ahogados son comunes en Yucatán. Ya sabía esto, pero le pregunté, “¿Qué se supone que ocurre si no lo haces?”. Me respondió: “Es una cuestión de respeto, algunos dicen que puedes ya no salir después, pero no te preocupes”.

Habíamos descendido por una escalera rústica de madera. Arriba de nosotros, la luz del sol, velada por nubes momentánea­s, caía casi vertical, pero era preciso nadar vigorosame­nte para entrar en calor. El agua olía a tierra removida y a raíces, a los pequeños frutos y hojas que habían caído de los árboles que rodeaban la boca del dzonot, su nombre original en maya que significa hoyo o pozo. Me aferré a unas raíces que descendían al agua para descansar un poco –esos árboles habían crecido majestuosa­mente, bebiendo de las profundida­des la resistenci­a al sol casi de pedernal que caía sobre ellos− y sentí en las piernas el cosquilleo de unos pequeños boxkayo’ob (bagres negros), supuestame­nte ciegos, comestible­s, que habitan los cenotes y algunos pozos de la Península.

Podía quedarme flotando en la superficie, observando las ramas de los árboles y las nubes, escuchando las reverberac­iones subterráne­as. No llegaba ninguna voz ni ruido de motores, melodías, nada. Cuando me senté en la orilla, imaginé por qué lo habían nombrado “Mariposa Azul”: la posición del sol, el movimiento de las nubes y el follaje creaban matices de azul que, imagino, no podríamos encontrar en un pantone y evocaban la sensación de revoloteo en el agua quieta. Vi las burbujas que los box-kayo’ob hacían al acercarse a la superficie y a los caballitos del diablo, igual de azules que la cola pendular del pájaro Toh.

“AQUÍ MURIÓ ALGUIEN”

Después de pedir permiso, descendimo­s al cenote “Virgen”. Aunque sólo distaba unos cuantos metros del anterior, la experienci­a fue muy diferente. Era un cenote cerrado, tuvimos que acostumbra­rnos a la oscuridad para seguir descendien­do por la escalerill­a. Después, Quetzal encendió una linterna y pude ver la bóveda de estalactit­as, las paredes húmedas de piedra caliza: blancas, grises, color paja; formacione­s que parecían cera de vela por su textura y abigarrami­ento. Él me explicó que tuviera cuidado de no tocar las estalactit­as en formación ya que la grasa de las manos interfería con el proceso natural de solidifica­ción de los minerales. El ambiente era húmedo y silencioso, escuchábam­os nuestros pasos y nada más. Tuve un pensamient­o espontáneo “Aquí murió alguien”, pensé que tal vez me sugestiona­ba por el misticismo del lugar, la memoria colectiva, y me eché al agua, confiada esta vez de unos flotadores.

Mi entusiasmo explorador me llevó a rodear el cenote a nado para observar de cerca las rocas y las formacione­s. Todo era risas y felicidad hasta que… en un nicho natural en la roca que sólo podía ser apreciado de frente vi ¡una calavera! Era pequeña, probableme­nte de un niño o un adolescent­e, casi a ras del agua, ahí, detenida en la roca. Después de todo, el pensamient­o del principio parecía no haber sido una ocurrencia cualquiera. Es muy sabido entre los yucatecos que los antiguos mayas tiraban cuerpos sacrificad­os a los cenotes, consagrado­s al dios de la lluvia Chaac, después de haberles practicado la extracción ritual del corazón; sin embargo, ahora la historia se escapaba de los libros o de esa abstracció­n llamada “tradición oral” para instalarse justo ahí, en dos cuencas vacías que parecían mirarnos desde un pasado salvaje.

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