Del lucro privado al bien público
Cuando el motivador Wayne W. Dyer tituló uno de sus libros como El cielo es el límite, no pensaba en bienes raíces, pero quizá debió hacerlo. La frase describe de manera fehaciente la tendencia en la industria inmobiliaria mexicana que desde hace algunos años ha extendido la creación de valor hacia las mayores alturas física, legal y financieramente posibles. Así, a los primeros edificios altos que aparecieron sobre el capitalino Paseo de la Reforma se suman nacientes skylines sobre los cielos de Monterrey, Puebla, Guadalajara, Mérida y otras urbes.
La idea de lucro privado al buscar la máxima rentabilidad al espacio aéreo suma un valor de mercado de 2,400 millones de pesos, de los cuales 72% es de inversión privada. Si bien no todas las nuevas construcciones son ejemplo de una espiral virtuosa de inversión, rentabilidad y repercusión social, muchas —cada vez más— lo intentan y algunas logran convertir un desarrollo inmobiliario creado para provecho propio en uno de bien común.
Justo algunos de esos ejemplos se reflejan en esta edición de Obra del Año, en la que reconocemos a las construcciones de edificios corporativos, usos mixtos, vivienda, equipamiento urbano ( hospitales, estadios, escuelas), interiorismo, infraestructura, urbanismo y otros, por su contribución no solo en innovación de diseño, funcionalidad e impacto económico, sino por su aporte extramuros para generar un efecto multiplicador en su entorno en el ámbito social, económico y ambiental.
Para esta edición de Obra del Año se conjuntaron 152 edificaciones establecidas en 23 entidades. Estas construcciones, terminadas entre enero y diciembre de 2016, representaron para el país más de 2.35 millones de metros cuadrados construidos y una inversión superior a 92,868 millones de pesos (mdp); 31% en la Ciudad de México, 26% en Nuevo León, 15.8% en el Estado de México y 12.2% en Puebla.
Más allá de lo cuantitativo, lo que une a buena parte de los participantes es establecer nuevas dinámicas de interacción entre las edificaciones y sus entornos, al sumar, por ejemplo, redes de organización social alrededor de un museo, al crear proyectos de vivienda o de urbanismo para comunidades específicas, lo mismo que detonar comercial y culturalmente zonas urbanas en desuso o amedrentadas por la inseguridad.
Quizá otra de las constantes sea la conciencia de que el mercado ya no solo consiste en variables monetarias, cada vez se mueve más hacia premiar o castigar a los desarrollos ( y a las empresas) según si muestran o no afinidad con valores más humanitarios, inclusivos o ambientalmente sostenibles. Sin duda, los motores que alimentan a la industria inmobiliaria seguirán siendo económicos, pero parte de su éxito se derivará de la afinidad que logren despertar a su alrededor.