Perdón, perdón, perdón
En estos días, que una morra te haga caso está cabrón. Con la situación económica actual, agradezco que muchos lugares estén cerrados todavía porque no me alcanzaría para pagar una cena, una ida a bailar y un hotelazo con una morra de esas que se ofenden si pasas por ella en un modelo de coche que pueda ser usado como Uber.
Mi cartera está tan vacía que, si no empiezo a generar un varo pronto en una o dos semanas, Ricardo Anaya me va a visitar en mi casa para grabar un video de qué tan culero vive la gente de escasos recursos.
Afortunadamente, en este mundo todavía existen almas buenas y desinteresadas como Laurita. Esa morra es a toda madre. Con unos chicharrones preparados en la esquina y un chesco en bolsita está contenta, siempre y cuando se la pase bien, la hagas reír y no la estés sabroseando todo el tiempo, porque como que sí incomoda tener los ojos en las chichotas y el culote todo el tiempo, se pierde en el encanto.
Pues a ella llevaba trabajándola ya un buen rato. Todavía no podía creer que anduviera soltera, fuera tan pinche hermosa y se anduviera dando unos besos conmigo. Era casi un sueño, y aquel día estaba seguro de que me las iba a superdar, a entregármelas con todo y moño en un encuentro tierno, de esos que ameritan destapar un pomo de algo y hasta pedir servicio al cuarto, chinguesumadre, aunque tuviera que empeñar un riñón para pagar eso que en tiempos antes de la pandemia salía de un día de chamba.
Por fin, mi amor
¡No mames! Me estaba yendo de pocamadre. Luego de un paseo por las calles de la ciudad llenas de jacarandas, unas fotos perronas para el Instagram y un elote con mayonesa, ya estaba en su punto para lo mero bueno, y ella también lo sentía porque me las insinuaba a cada rato, hacía comentarios en doble sentido al estilo de Videgaray y el Estaca y en cada oportunidad me las repegaba, y yo ya andaba como vaca a las 6 de la mañana, rogando por que me ordeñaran hasta la última gota.
En uno de esos besos largos y románticos sentados en una banca debajo de un árbol, me cantó el tiro derecho y que nos lanzamos al cincoletras casi jadeando, con urgencia ya de arrancarnos lo que trajéramos puesto, sin importar que la habitación estuviera limpia, que tuviera servicios mamalones como cama vibratoria, columpio, jacuzzi y esas mamadas. Nel, lo que queríamos era un momento de privacidad.
Y ya estábamos acá, en lo mero chido, yo ya prendido como becerro de sus pezones y ella sobándome el chile durísimo, sintiéndole las venas palpitar con desesperación, cuando ya no pude más y, cámara, que la tumbo en la cama y órale, duro y hasta el fondo, como si quisiera extraer petróleo. Ella, bien prendida, me rasguñaba la espalda, pero de lo pinche excitado ni sentía los pedazotes de piel que me estaba arrancando, dejando marcas como si me hubieran latigueado en un país musulmán por ser gay.
¿Qué?
Entonces me dijo “Nalguéame”, y yo obedecí dándole un llegue acá, tierno, erótico, sí, con la mano abierta, pero rápido y exacto. Otro, y luego otro, hasta que me agarró de los pelos y, viéndome de frente a los ojos, me exigió que se los diera bien:
“Como si pinches fueras hombre”, me reclamó y no mames, ahí sí ya me prendí, y le solté uno de esos que dejan la mano marcada en la nalga. Ni tiempo me dio de pedirle perdón por el putazo cuando de una mordida casi me arranca el labio.
“Muérdemelas”, me dijo poniéndose mi jeta en las chichis. Y yo así como de ¿eh?, cómo, cuándo, pero ella estaba a las de acá, como si quisiera dislocarme el pito a sentones. Para complacerla, le di un pellizquito con los dientes en los pezones, pero creo que tampoco le gustó, pues me soltó un vergazo con el puño cerrado en el cachete.
No mames, me quería parar, pero me tenía bien pepenado con sus piernas alrededor de mis caderas. Exigiéndole que le jalara el pelo, que le metiera un chingadazo en las costillas, que le hablara feo, y, al chile, me sacó tanto de pedo que se me bajó la erección legendaria que traía, lo cual la hizo emputar todavía más, al punto de que se volteó, me pegó una patada y me prendió del pito como si queriéndomelo arrancar se volviera a parar.
Y, como no respondió por lo sacado de pedo que estaba yo, nomás se emputó, se volvió a vestir y, a punta de mentadas e insultos que iban dirigidos a denostar mi masculinidad frágil, se salió de ahí, dejándome solito encuerado en medio del cuarto de un hotel bien culero, con el chosto todo magullado, putazos en todos lados y un labio sangrando, preguntándome qué pedo había pasado ahí si tan tierna que se veía, porque, de haber sabido que le gustaba la rudeza, hasta mi máscara de Octagón me hubiera llevado. ¡Cha!