Pásala!

Una checada de aceite

- Por Mario Manterola @mariomante­rola

En plena carretera, en medio de la nada, de repente el motor empezó a toser y, como diría Polo Polo, cuando un motor empieza a toser, ya se la llevó la chingada; ni con Broncolín lo sacas. Ahí supo que valió madres, que el seguro nunca llegaría y que su importante cita, la de atender a una entrevista de trabajo a otro estado, se perdería.

Como buen cabrón, se orilló y levantó el cofre, sólo para darse cuenta, como todos alguna vez en nuestras vidas, de que no tiene ni puta idea de cómo funciona un motor moderno, pues no se ven cables ni mangueras ni nada que indique dónde está la falla; sólo una tapa de plástico con la marca del coche para saber que todos los que ahí se fabrican son una mamada.

Al cabo de unos minutos, rogó a Dios que esa falla fuera temporal pero, al encender el auto, notó que no estaba del todo bien, así que lo único que podía hacer era manejar con cautela y esperar que más adelante hubiera un mecánico que pudiera checarlo. Y sí, en el siguiente pueblo había un taller, el más pitero que había visto, con un pinche letrero de madera vieja pintado con letras de grasa y faltas de ortografía.

Al bajarse pensó que encontrarí­a un pinche viejito todo meado, de esos a los que ya no se les quita la grasa de la piel ni tallándolo­s sin zacate, que no tendría ni puta idea de cómo componer algo que no fuera un tractor viejo. Pero, en vez de eso, quien respondió a ese par de gritos de buenos días fue lo que sólo podría definirse con el término

¡un culo de vieja!

Una afinadita

Sólo traía puesto un overol todo madreado, lleno de mugre, rasgado de tan viejo que estaba y que a duras penas le alcanzaba a cubrir algo de su suculenta anatomía, también entintada con grasa de motor y tierra del piso y, echándole un cálculo optimista y a juzgar por el olor, con un par de días encima sin bañarse.

El güey tardó como seis minutos en reaccionar: no podía creer que en ese pinche paraje todo culero, como tantos que hay en esta hermosa República Mexicana, existiera algo tan genuinamen­te perfecto, con unas chichis que se desbordaba­n cada vez que se agachaba a revisar algo del motor, con unas nalgas que habían reventado la mezclilla de su ropa de trabajo y una carita que, pese a la suciedad, podría estar en la foto que guarda en su cartera.

Luego de una inspección rápida y superficia­l, el encendido de motor y la checada de un par de ruiditos, determinó que lo que andaba mal era la espiroquet­a de la chafaldran­a o alguna mamada así que uno como simple mortal no entiende. Le dijo que era cuestión de ajustar el cigüeñal, ponerle más cuerda al sinfín, un par de vueltas al calabazón y, cámaras, como nuevo, sin tanto pedo y en un par de horas queda, exactas para llegar a su destino.

El pedo fue que por todo eso le iba a cobrar 15 mil varos, así de huevos y en efectivo, si quería; si no, la carretera estaba muy grande como para irse a chingar a su madre, a ver si llegaba caminando.

Pero el güey ya estaba tan pinche erecto y desesperad­o por cumplir con su encomienda laboral que accedió a que le hicieran la chamba, con todas las consecuenc­ias que esto tuviera para su economía.

Viene chorreando

Y, como no había otra cosa que hacer en ese paraje, pues se acomodó a un lado, en un asiento de vocho convertido en sillón, para ver cómo chambeaba y se le salían las pinches chichotas apretando tornillos y ajustando unas madres que quién sabe para qué servían. Pero, al parecer, ella no sólo era un culo haciéndole a la mamada, porque sí le sabía: sacaba cosas, metía otras, ajustaba todo y al final, al pinche llavazo, prendió esa chingadera, y ni cuando estaba nueva se oía tan bien la máquina.

Durante todo el rato estuvo dudando si aquello era real, si los 15 mil pesos incluían arrimón contra el cofre, si por ese dinero tenía derecho a sacársela y hacerse una pinche chambrota encabronad­a para terminar de lubricar esos pistones, pero se conformó con el espectácul­o de verla empinada con el culo casi al aire, terminando de darle su lavadón de inyectores, en lo que él fantaseaba con hacerle uno igual, pero de cazuela.

Al final pagó, se subió a su coche y se fue con esa misma duda en la mente, con ganas de que sí lo contratara­n para volver a pasar por ahí por lo menos unas dos veces más y que de casualidad se le descompusi­era otra vez el coche para ahora sí atreverse a que le hiciera el servicio completo.

¡Cha!

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