Periódico AM Express (San Francisco del Ricón)
Otra verdad que la nuestra
Vivimos en el reino de las “verdades oficiales”. De las “verdades históricas”. Es decir, a la sombra de los relatos ensamblados por el poder -y desde el poder- en su propio beneficio. Adueñándose de este vocabulario pretendidamente técnico, las autoridades nos han impuesto, una y otra vez -de Tlatelolco, hace 50 años, a Ayotzinapa o Tlatlaya-, narrativas diseñadas con el único fin de enmascarar la realidad, defender sus intereses particulares y ocultar su corrupción, sus errores y sus vicios. Valiéndose de todos los medios -y, en particular, de los medios-, se han empeñado en silenciar las voces discordantes para instaurar una verdad que es, apenas, su verdad.
En poco ámbitos esta pulsión ha sido tan extrema como en la seguridad pública y la justicia. Desde el inicio de la “guerra contra el narco”, en 2006, el gobierno se obstinó en asentar una sola forma de contar los hechos, la misma que continuamos repitiendo desde entonces de modo acrítico. Encerrados en esta burbuja conceptual, políticos, policías, ministerios públicos, jueces, e incluso académicos y periodistas se han mostrado incapaces de erradicar los perniciosos términos de esta narrativa bipolar, basada más en un arraigado prejuicio ideológico que en un diagnóstico meditado del conflicto.
Como cualquier guerra, la “guerra contra el narco” presupone el enfrentamiento entre dos partes equivalentes, como si aquí el Estado se batiese contra una fuerza subversiva articulada y fácilmente identificable, con fines y propósitos políticos específicos. Nada más alejado de lo que ocurre en el campo de batalla: el narco no es -nunca ha sido- un ente único, una especie de virus decidido a minar el poder del Estado y a desatar una violencia puramente irracional. Del mismo modo, tampoco es cierto que los cárteles sean organizaciones cerradas, bandas de peligrosísimos criminales cuya mayor entretención es el terror o el combate a las fuerzas del orden. Esta maquinación ensombrece las sutilezas y ha provocado más estragos que beneficios. El narco es un problema infinitamente más complejo y desafía esta lógica maniquea que parecería dividir a México entre buenos y malos, entre las ejemplares Fuerzas Armadas y las odiosas pandillas del crimen organizado.
Esta visión, reduccionista y torpe, se halla en el origen de nuestro continuado fracaso para contener la violencia. Peor aún: esta visión, defendida obtusamente por la administración de Calderón y prolongada por lo bajo por la de Peña Nieto, es la causa principal del aumento exponencial de la violencia. La irrupción desordenada, caótica de las fuerzas del Estado en entornos frágiles ha provocado justo ese desbordamiento de asesinatos que en teoría buscaba contener. Porque esta perspectiva punitiva, derivada de puritanismo estadounidense, olvida no solo las causas del narco, sino su implantación social, sus raíces históricas, y su entramado económico.
Por ello, lo primero que debe intentar el nuevo gobierno mexicano es abandonar por completo esta narrativa -con todas sus verdades históricas u oficialespara intentar rescatar la pluralidad de historias sepultadas bajo sus escombros. Hoy, cuando López Obrador -a través de sus próximos secretarios de Seguridad Pública y Gobernación- intenta una nueva política hacia el narco, se torna más urgente que nunca saber qué es lo que verdaderamente ha ocurrido en estos aciagos 12 años. Si en ellos ha habido 200 mil muertes ligadas a la violencia del narco, nos faltan al menos estas 200 mil historias -tanto de las víctimas como de los victimarios, y de aquellos que han sido ambas cosas-, esas miles de verdades contradictorias que se vuelven indispensables para el éxito de cualquier “justicia transicional” y de cualquier “pacificación”.
Se necesita un auténtico ejército, pero esta vez de activistas, periodistas, académicos y escritores dispuestos a sumarse a esta agotadora tarea de contar lo ocurrido durante estos años de pólvora y sangre. Conocer mejor las historias individuales de todas estas personas -nunca olvidemos que lo son- y de sus familias es un ejercicio imprescindible, previo a cualquier reconciliación y a cualquier perdón, que permita rescatar la verdad conformada por todas esas verdades parciales. Solo así, escuchando atentamente cada historia, podremos aspirar a una auténtica justicia.