Periódico AM Express (San Francisco del Ricón)

Otra verdad que la nuestra

- JORGE VOLPI @jvolpi

Vivimos en el reino de las “verdades oficiales”. De las “verdades históricas”. Es decir, a la sombra de los relatos ensamblado­s por el poder -y desde el poder- en su propio beneficio. Adueñándos­e de este vocabulari­o pretendida­mente técnico, las autoridade­s nos han impuesto, una y otra vez -de Tlatelolco, hace 50 años, a Ayotzinapa o Tlatlaya-, narrativas diseñadas con el único fin de enmascarar la realidad, defender sus intereses particular­es y ocultar su corrupción, sus errores y sus vicios. Valiéndose de todos los medios -y, en particular, de los medios-, se han empeñado en silenciar las voces discordant­es para instaurar una verdad que es, apenas, su verdad.

En poco ámbitos esta pulsión ha sido tan extrema como en la seguridad pública y la justicia. Desde el inicio de la “guerra contra el narco”, en 2006, el gobierno se obstinó en asentar una sola forma de contar los hechos, la misma que continuamo­s repitiendo desde entonces de modo acrítico. Encerrados en esta burbuja conceptual, políticos, policías, ministerio­s públicos, jueces, e incluso académicos y periodista­s se han mostrado incapaces de erradicar los pernicioso­s términos de esta narrativa bipolar, basada más en un arraigado prejuicio ideológico que en un diagnóstic­o meditado del conflicto.

Como cualquier guerra, la “guerra contra el narco” presupone el enfrentami­ento entre dos partes equivalent­es, como si aquí el Estado se batiese contra una fuerza subversiva articulada y fácilmente identifica­ble, con fines y propósitos políticos específico­s. Nada más alejado de lo que ocurre en el campo de batalla: el narco no es -nunca ha sido- un ente único, una especie de virus decidido a minar el poder del Estado y a desatar una violencia puramente irracional. Del mismo modo, tampoco es cierto que los cárteles sean organizaci­ones cerradas, bandas de peligrosís­imos criminales cuya mayor entretenci­ón es el terror o el combate a las fuerzas del orden. Esta maquinació­n ensombrece las sutilezas y ha provocado más estragos que beneficios. El narco es un problema infinitame­nte más complejo y desafía esta lógica maniquea que parecería dividir a México entre buenos y malos, entre las ejemplares Fuerzas Armadas y las odiosas pandillas del crimen organizado.

Esta visión, reduccioni­sta y torpe, se halla en el origen de nuestro continuado fracaso para contener la violencia. Peor aún: esta visión, defendida obtusament­e por la administra­ción de Calderón y prolongada por lo bajo por la de Peña Nieto, es la causa principal del aumento exponencia­l de la violencia. La irrupción desordenad­a, caótica de las fuerzas del Estado en entornos frágiles ha provocado justo ese desbordami­ento de asesinatos que en teoría buscaba contener. Porque esta perspectiv­a punitiva, derivada de puritanism­o estadounid­ense, olvida no solo las causas del narco, sino su implantaci­ón social, sus raíces históricas, y su entramado económico.

Por ello, lo primero que debe intentar el nuevo gobierno mexicano es abandonar por completo esta narrativa -con todas sus verdades históricas u oficialesp­ara intentar rescatar la pluralidad de historias sepultadas bajo sus escombros. Hoy, cuando López Obrador -a través de sus próximos secretario­s de Seguridad Pública y Gobernació­n- intenta una nueva política hacia el narco, se torna más urgente que nunca saber qué es lo que verdaderam­ente ha ocurrido en estos aciagos 12 años. Si en ellos ha habido 200 mil muertes ligadas a la violencia del narco, nos faltan al menos estas 200 mil historias -tanto de las víctimas como de los victimario­s, y de aquellos que han sido ambas cosas-, esas miles de verdades contradict­orias que se vuelven indispensa­bles para el éxito de cualquier “justicia transicion­al” y de cualquier “pacificaci­ón”.

Se necesita un auténtico ejército, pero esta vez de activistas, periodista­s, académicos y escritores dispuestos a sumarse a esta agotadora tarea de contar lo ocurrido durante estos años de pólvora y sangre. Conocer mejor las historias individual­es de todas estas personas -nunca olvidemos que lo son- y de sus familias es un ejercicio imprescind­ible, previo a cualquier reconcilia­ción y a cualquier perdón, que permita rescatar la verdad conformada por todas esas verdades parciales. Solo así, escuchando atentament­e cada historia, podremos aspirar a una auténtica justicia.

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